Cuando los personajes visitan tus sueños es hora de dejarlos caminar sobre el papel
Capítulo 1. Caminando en sueños.
Aquella mañana David Zanón se resistía a despertar y a
abandonar el confortable abrazo de su edredón de plumas. Caía una ligera
llovizna sobre las estrechas calles del pueblo y el aire era limpio y fresco en
aquella hora oscura que precedía al despuntar del alba de un octubre húmedo.
Muy cerca, disuelta en la penumbra, Leonor respiraba profundamente perdida en
un sueño tranquilo. Su menudo cuerpo desprendía una atrayente calidez. Se
acercó a ella y hundió la nariz en la espesura de su pelo, la abrazó y la
atrajo contra su pecho. Ella gimió pero se dejó hacer sin emerger de la
inconsciencia.
El reloj de su iphone marcaba las 05:15
de la mañana. Desde muy joven le había gustado madrugar y despertar antes de la
salida del sol. Disfrutaba del silencio sepulcral que precedía a la rutina matutina,
la quietud de las estancias dormidas, las sombras en cada esquina y los sutiles
quejidos de los viejos engranajes de la casa.
Tras besarla en la frente cuidadosamente, dejó a su mujer en la cama y se levantó, se calzó sus mullidas zapatillas de felpa y anudó el cinturón de su bata. Su hija dormía apaciblemente en la habitación contigua entre peluches de ojos vidriosos bajo un dosel de tul color rosa. La arropó y le acarició la mejilla con delicadeza. Papa te quiere.
Tras besarla en la frente cuidadosamente, dejó a su mujer en la cama y se levantó, se calzó sus mullidas zapatillas de felpa y anudó el cinturón de su bata. Su hija dormía apaciblemente en la habitación contigua entre peluches de ojos vidriosos bajo un dosel de tul color rosa. La arropó y le acarició la mejilla con delicadeza. Papa te quiere.
Un café y una ducha era todo lo que necesitaba para encarar el día en la comisaría con entereza. La cocina se hallaba ubicada en la otra punta de la casa y caminó por el pasillo a oscuras, recorriendo la pared con los dedos, para no molestarlas. Después de dos giros llegó a su destino y encendió el interruptor de la luz. La enorme casa donde vivían en el corazón del pueblo era el resultado de haber unido las dos plantas bajas vecinas de los abuelos de ambos. Tras las correspondientes reformas de las instalaciones y rediseño de espacios, Leonor había conseguido crear una casa cómoda y confortable, de líneas sencillas y muebles contemporáneos, que convivían con objetos reconvertidos en guiños evocadores de otras vidas que antaño dieron calor a sus muros: radios antiguas, planchas de hierro forjado, una máquina de coser a pedal y hasta dos palancaneros restaurados por ella.
Ambos se sentían
cómodos en aquel lugar centenario donde sus familiares habían vivido una vida sincera, sin sobresaltos ni ambiciones vacías. Ellos mismos habían aprendido a caminar por sus eternos
pasillos sin ventanas. De niños habían jugado a esconderse tras los robustos
muebles, dentro de los armarios alzados sobre macizas patas zoomórficas, y de adolescentes
habían resuelto sus crisis existenciales comiendo castañas tostadas, sentados a la puerta de la calle. Hoy era su hija Luz quién paseaba a sus
muñecas de habitación en habitación, congraciándose con los recuerdos dormidos
de sus antepasados que la miraban desde retratos ovalados que colgaban de las
paredes.
Foc se levantó de su colchón para ir a
saludarlo mientras él introducía una cápsula en la cafetera. La perra le lamió
la mano con devoción y esperó paciente la leche en su cuenco. ¿Cuidarás de
las chicas en mi ausencia?, susurró mientras le acariciaba detrás de las orejas.
La luz de la mañana aún no había quebrado la densa
oscuridad de la calle con su luz y las gentes dormían plácidamente al otro lado
de sus ventanas ciegas de cortinas echadas. David Zanón salió a la negrura de
la noche que agonizaba vestido con un traje azul oscuro de corte clásico, cerró
con sigilo la puerta de su casa y le dio una vuelta a la llave en la cerradura.
El corazón del pueblo se hallaba sumergido en sombras y formas difusas. Frente
a su planta baja, a escasos metros, se alzaba armoniosa la pequeña iglesia de
San José, con sus rígidos y austeros muros de ladrillo compacto sin apenas
vanos laterales y ese aspecto humilde de santuario intemporal, cuyos escasos
atributos en forma de cruz griega coronando la fachada y un modesto campanario,
le conferían cierta dignidad admirable en su sencillez.
Permaneció quieto en la acera unos instantes, con su maletín en la mano, mientras trataba de distinguir un bulto confuso que se aproximaba calle abajo a paso de animal herido. Esperó pacientemente para ver llegar envuelta en un tupido chal oscuro, a una anciana menuda con la espalda visiblemente encorvada. Sus pasos cortos pero decididos recorrían la calle con determinación en dirección al portón de la iglesia sin apenas alzar la vista del suelo. Protegía su cabeza con un escueto pañuelo negro anudado bajo la barbilla y calzaba zapatillas de andar por casa del mismo color. David echó un vistazo rápido a su reloj de muñeca. Las 5:50 am.
Permaneció quieto en la acera unos instantes, con su maletín en la mano, mientras trataba de distinguir un bulto confuso que se aproximaba calle abajo a paso de animal herido. Esperó pacientemente para ver llegar envuelta en un tupido chal oscuro, a una anciana menuda con la espalda visiblemente encorvada. Sus pasos cortos pero decididos recorrían la calle con determinación en dirección al portón de la iglesia sin apenas alzar la vista del suelo. Protegía su cabeza con un escueto pañuelo negro anudado bajo la barbilla y calzaba zapatillas de andar por casa del mismo color. David echó un vistazo rápido a su reloj de muñeca. Las 5:50 am.
- Buenos días
señora Rosario.
La
anciana lo miró de soslayo sin detener su marcha.
- Bon día
inspector.
Él
la miró desde su aventajada altura mientras ella se esforzaba en continuar su
trayectoria para alcanzar a tiempo la puerta trasera de la rectoría y agarrar
con toda la fuerza que le permitieran sus ajadas manos la gruesa cuerda que
descendía desde el campanario.
- ¿Y usted cree que
es realmente necesario empezar a dar las horas a las seis de la mañana? –
preguntó esbozando una media sonrisa.
La
mujer detuvo su paso abruptamente apretando sus finos labios en una mueca de
fastidio. David temió que no fuera a llegar a tiempo a su cita de las seis, y que
el resto de ancianas del pueblo que esperaban el tañido de la campana para
salir de sus camas no supieran reaccionar al ver alterada su rutina.
- Vosté creu que
els bandits no matinen? – contestó la mujer visiblemente ofendida, alzando
levemente el tono de su voz, para acto seguido continuar andando a la vez que
musitaba palabras ininteligibles que denotaban un evidente desagrado.
David subió a su coche y se acomodó en el confortable asiento encendiendo la
calefacción. El Mercedes se deslizó apenas unos metros cuando el sonido de la
campana se derramó por las calles dormidas. En la radio una voz grave anunciaba
un descenso de las temperaturas a lo largo del día.
Ocurrió en apenas un instante. Un destello de claridad inesperada llamó su atención cuando dirigió un vistazo distraído al espejo retrovisor y frenó en seco.
Ocurrió en apenas un instante. Un destello de claridad inesperada llamó su atención cuando dirigió un vistazo distraído al espejo retrovisor y frenó en seco.
Para su asombro, vio a Leonor
saliendo de su casa y cerrando la puerta a sus espaldas. Su mujer descalza y
con un leve camisón de seda beige. Su pelo revuelto sobre el rostro a penas le
dejaba identificar la expresión de su cara. Salió del coche visiblemente preocupado, pero ella pareció no verle, pese a que se encontraba a escasos
metros de distancia. Asistió pasmado al decidido caminar de ella, sus manos apenas se
rozaron cuando ella pasó por su lado con la mirada perdida y la piel de
gallina.
- Leo. Leo, ¿me escuchas? -
pero ella parecía no ver nada.
Después de unos instantes de estupor inicial, David se quitó la chaqueta y le cubrió los hombros, pero ella no respondió con reacción alguna, únicamente siguió caminando motivada por un deseo inconsciente más fuerte que su voluntad. Él sintió impulsos de alzarla en volandas y llevarla de vuelta a casa, pero consideró que podía ser perturbador obligarla a emerger de su estado de trance y decidió seguirla sin alterar su marcha. Quería saber a dónde se dirigía y sobre todo si aquellos paseos sonámbulos eran recurrentes.
Después de unos instantes de estupor inicial, David se quitó la chaqueta y le cubrió los hombros, pero ella no respondió con reacción alguna, únicamente siguió caminando motivada por un deseo inconsciente más fuerte que su voluntad. Él sintió impulsos de alzarla en volandas y llevarla de vuelta a casa, pero consideró que podía ser perturbador obligarla a emerger de su estado de trance y decidió seguirla sin alterar su marcha. Quería saber a dónde se dirigía y sobre todo si aquellos paseos sonámbulos eran recurrentes.
Cuando llegaron a la carretera que limitaba con el pueblo sus pies descalzos siguieron avanzando, cruzándola sin vacilación. Él miró nervioso en una y otra dirección, temeroso de que los sorprendiera algún coche que surgiera repentinamente de la nada. Si ella hacía este recorrido sola habitualmente era demasiado peligroso. Al otro lado se desplegaba la espesura de la pinada envuelta aun en las sombras de la noche.
Leonor se adentró en el bosque. Sus pies descalzos pisaban insensibles la tierra barruntada con palos y pinocha. Las zarzas de espinos arañaban sus tobillos pero ella se mostraba impasible caminando por entre los senderos sinuosos, apartando ramas a su paso mientras acariciaba los rugosos troncos de los árboles. Él la seguía muy de cerca, intentando adelantarse a sus movimientos para apartar los obstáculos de su camino.
Allí dentro, resguardados bajo las ramas y el follaje, el frío no era tan afilado, pero los primeros rayos de la mañana apenas se colaban por entre las copas de los pinos y la oscuridad resultaba inquietante. Sabía a donde se dirigía ella, lo había sospechado desde que la vio salir de su casa sonámbula, descalza y con su leve camisón.
Siguieron avanzando sobre la tierra húmeda hasta llegar a un punto donde las ramas de los árboles se secaban y retorcían, y las enredaderas dejaban de trepar. Surgieron a la claridad de un terreno árido y despejado. Allí, envueltas en su imperturbable halo de tristeza, se encontraban imponentes y frías las ruinas de La Casona. Allí estaban los pedazos de los sueños rotos de Manderley.
Por fin se detuvo y se sentó en lo alto del tramo de escalera que había sobrevivido al incendio. David contempló los restos de la barandilla de hierro forjado, el material estaba oxidado y mostraba salientes que podían ser peligrosos si ella hacía un mal movimiento. Los rayos del sol empezaban a crear destellos luminosos en su pelo rubio y el viento se colaba por debajo de la tela de su camisón.
Ella continuó mirando al frente, sin acusar aun su presencia, sumida en un mundo de recuerdos y alaridos fantasmales. De pronto levantó los brazos al cielo. El sonido de las olas del mar se hizo más fuerte al romper sobre la arena, los árboles se estremecieron imperceptiblemente y las alas de una gaviota insolitamente grande acariciaron el cielo a sus espaldas. El ave descendió planeando y giró en círculos sobrevolando a Leonor, que se mantenía ajena a la realidad que él conocía.
Agarró un pedrusco para espantar al animal de una pedrada, pues volaba demasiado cerca, pero entonces este plegó sus alas y se posó junto a ella, permaneciendo muy quieto a su lado. David observó perplejo e incómodo, mientras apretaba la piedra entre sus dedos, aquella imagen incongruente de ojos vacíos, animales y humanos, y decidió que ya era hora de marchar de allí. Su reloj de pulsera marcaba las siete, su hija despertaría en una hora y Foc empezaría a inquietarse y aullar al acusar la ausencia de su ama.
Cuando ya había resuelto cogerla en brazos y llevársela de allí, ella le habló.
- ¿Sabes que van a volver? – le preguntó con un deje quejumbroso e infantil.
- ¿Sabes que van a volver? – le preguntó con un deje quejumbroso e infantil.
Él
sintió un escalofrío. Recordó las huellas embarradas subiendo las escaleras de
aquella casa ahora en ruinas.
- Ahora tenemos que irnos – sentenció él. Y le pareció que la gaviota clavaba en él sus ojos redondos y diminutos con reprobación.
- Ahora tenemos que irnos – sentenció él. Y le pareció que la gaviota clavaba en él sus ojos redondos y diminutos con reprobación.
Ella
asintió resignada y suspiró encogiendo los hombros. La cubrió con su
chaqueta de nuevo y la tomó entre sus brazos. Sus piernas estaban magulladas y sus menudos pies
llenos de arena oscura. Se la llevó a paso ligero de vuelta a casa por entre la
espesura, protegiéndola como a una niña que ha perdido el rumbo y necesita amparo. Antes de abandonar el claro, miró hacia atrás con aprensión. No deseaba volver allí, era un lugar hiriente y oscuro. Vio a aquel arrogante pájaro mirando en su dirección, quieto en lo alto del último peldaño de aquella escalera que ya no llevaba a
ninguna parte, mirándolos marchar, inmutable.
Él
permaneció allí sentado, observándola mientras dormía, acunada por su dolor e
impotente ante sus secretos. A las ocho en punto sonó el despertador. Ella se
revolvió y se estiró sobre las sábanas. Sus ojos se encontraron.
- Buenos días, ¿qué haces todavía aquí? – le inquirió dulcemente acariciando su mejilla.
- Hoy he preferido verte despertar.
- Buenos días, ¿qué haces todavía aquí? – le inquirió dulcemente acariciando su mejilla.
- Hoy he preferido verte despertar.
Un comienzo muy acertado para la continuación de Manderley.
ResponderEliminar¡¡QUEREMOS MÁS!!