El pequeño Tomás nació a la par que el nuevo siglo XX en una casa de citas del barrio marítimo del Cabañal, anexionado a la ciudad de Valencia apenas unos años antes. Soñaba con ser pescador y salir a la mar a faenar como los hombres que visitaban a las mujeres de su casa. Aquellos hombres olían a salitre y tenían las manos ásperas y la piel tostada. Eran toscos, parcos en palabras, y ellas los recibían con alegría pues decían que aunque humildes eran buenos pagadores.
Tomás había crecido impasible a los gemidos y
resuellos que se colaban por las rendijas de las puertas cerradas. Solía comer
y cenar con esa murga de fondo, así que había aprendido a hacer caso omiso y
seguir a lo suyo. Vivía allí desde antes de que sus recuerdos cobraran forma en
sus pensamientos. Él y su madre ocupaban una habitación medio decente al final
del largo pasillo que estructuraba la vivienda. Ella se dedicaba a limpiar cada
una de las habitaciones, lavar y planchar las sábanas para borrar los rastros
de las urgencias de aquellos que remendaban sus soledades en camas ajenas,
también zurcía medias y enaguas y atendía a las chicas cuando algún cliente
presa de sus instintos inconfesables, las molía a palos con fiereza desmedida,
forzándolas a permanecer en cama con alguna costilla rota durante largos y
desaprovechados días. Aquellos solían ser hombres de bigote relamido, bastón y
sombrero. Cuídate de los hombres con brillo en los zapatos, le
decía La Manoli que era la más veterana de todas.
A su madre todos la conocían por La Tuerta, y aunque
él la veía delicada y grácil, ella decía que aquella tara la había salvado de
compartir su cama desde el día en que un borracho le había estampado en la cara
una botella de vidrio, pues nadie quería pagar por una tuerta, ya que eso era
en si mismo un mal augurio.
A él le parecía un lugar confortable para vivir, con
las paredes forradas de papel pintado con arabescos entrelazados y esas
lámparas de flecos que provocaban una luz tenue que invitaba a hablar en
susurros y a compartir secretos de piel. Era su hogar. Doña Juana, la dueña y
generala de aquel cotarro, era condescendiente con su madre, y a parte de darle
techo y comida, le pagaba dos pesetas a la semana para que pudiera ahorrar para
el futuro de Tomás. La buena señora, que le tenía un cariño especial al
muchacho, no le había enseñado a leer debido a su propia incapacidad, pero sí a
jugar al truc con un toque de pillería, al estilo de las partidas clandestinas
que se celebraban en la salita una vez a la semana.
El día en que cumplió los doce años, La Zíngara, una
de las chicas más solicitadas por su hermoso pelo negro y su piel olivácea, lo
llamó a su habitación. Él andaba comiéndose un mendrugo de pan por el pasillo y
entró atraído por las notas vivaces de la orquesta sinfónica que surgía de
dentro. De entre todas ella era la única que poseía un aparato de radio y él lo
miró con fascinación. Pronto reparó en la atmósfera sobrecargada de perfume de
rosas y los corsés colgados de las perchas. La Zíngara llevaba los labios
pintados del mismo rojo intenso que el de las flores del papel de las paredes y
los ojos sombreados de un negro carbón que se difuminaba en los extremos.
- Ven Tomasín - le reclamó palmoteando el colchón a su
lado con la sonrisa torcida y vestida únicamente con las enaguas y el corsé-.
Quiero enseñarte algo.
Y del cajón de la cómoda sacó un libro de tapa dura y
se lo alargó con un brillo sutil en los ojos.
- No sé leer - respondió él con el ceño fruncido.
- No es de leer. Es pa mirar -
respondió ella sin poder reprimir una risa pícara.
Tomás miró hacía la puerta entreabierta. Afuera no
había ni un alma. El domingo era el día del Señor y las muchachas daban una
tregua a sus cuerpos. Algunas corrían a ver a sus familias y otras simplemente
escapaban de aquella realidad opresiva por unas horas, para así imaginar que
tenían otra vida con una marido cariñoso y una honra sin quebrantos. Doña Juana
les insistía para que fueran a misa y tomaran la hostia consagrada, pues decía
que de esa manera prevendrían las enfermedades contagiosas. Su madre descansaba
en su habitación.
Abrió la cubierta del libro y vio una frase escrita de
puño y letra.
- Es un regalo de un enamorao - informó ella orgullosa
mientras se cepillaba el pelo-.
Para mi Zíngara
con amor apasionado.
A la espera de
poder hacer realidad cada página.
Siempre suyo
Francisco Hernandez
Él asintió y abrió el libro. Al principio no supo
interpretar las ilustraciones que se representaban con minuciosidad. A medida
que iba pasando las hojas el cuerpo de aquella pareja se iba acoplando de forma
a cada vez más inverosímil hasta el punto de resultar algo cómico.
- ¿Qué es esto? - preguntó él con un rictus de
desagrado.
- ¡Lo llaman el Kamasutra! - exclamó ella visiblemente
satisfecha.
En aquel momento escucharon los golpes de la aldaba de
la puerta del rellano. Los toques eran repetitivos e insistentes y ambos se
sobresaltaron en una tarde en la que no se esperaban clientes. Tras un golpe
seco, unas pisadas ansiosas y decididas empezaron a recorrer el pasillo.
-¿Dónde está mi Zíngara querida? - vociferó una lengua
de trapo.
- ¡Escóndete en el armario!, ¡deprisa! - ordenó ella
con urgencia.
Y él cerró los ojos en la oscuridad apretando
fuertemente el libro contra su pecho sin saber muy bien qué hacer. El hombre
que se encontraba allí fuera parecía ebrio pues sus palabras se atropellaban
entre sí. Ora le confesaba su amor a la muchacha, ora la maldecía por compartir
su cama con otros hombres. Ella intentaba aplacarlo con expresiones maternales
pero él se movía de un lado a otro de la habitación estampando objetos contra
el suelo y lanzando improperios.
-¡Mi espejo no! - se quejó ella.
Y después llegó el silencio. Y más tarde los sollozos
de él. Y la puerta de la calle al cerrarse.
Cuando Tomás se atrevió a salir del armario, La Zíngara yacía sobre la cama con un fragmento de espejo roto clavado entre las costillas y el corsé empapado en sangre. Ya no volvería a reírse nunca más. Cogió el libro y salió de la habitación.
En aquel momento su madre irrumpió en la habitación
con una pila de toallas limpias y su delantal descolorido.
Cuando Tomás se atrevió a salir del armario, La Zíngara yacía sobre la cama con un fragmento de espejo roto clavado entre las costillas y el corsé empapado en sangre. Ya no volvería a reírse nunca más. Cogió el libro y salió de la habitación.
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La primera vez que vio el fantasma de La Zíngara fue una semana después, mientras rascaba junto a su madre la sangre seca de las juntas de las baldosas del suelo de la que había sido su habitación. Había una muchacha nueva, con ojos de cierva asustada y flaca como un palo de escoba, que esperaba para dormir en su cama.
Tomás escuchaba las murmuraciones y lamentos de su madre cuando sintió que álguien lo miraba fijamente desde la puerta entreabierta del armario vacío. Cuando fijó la vista reparó en la boca bermeja y los ojos enmarcados en negro de la muerta. De un respingo se puso en pie y su madre lanzó un alarido de sorpresa.
- Tranquila madre, creí haber visto una rata. Pero no - y volvió a sentarse para seguir con su tarea, en tanto que su madre se llevaba la mano al pecho para luego santiguarse.
No fue la única vez que la vio. La Zíngara aparecía en las situaciones más cotidianas, siempre silenciosa y con semblante serio. Se sentaba a su lado en el desayuno mientras comía las gachas que le había preparado su madre, y aunque al principio le había causado una gran ansiedad, al poco acabó por acostumbrarse a su presencia. Seguía vistiendo sus enaguas y en su corsé podía verse la mancha roja de su propia muerte. Sus ojos estaban vacíos, ausentes en la mayoría de ocasiones, cuando no los recorría un destello del más puro odio. Nadie más en la casa podía verla y él se cuidó muy mucho de compartirlo con álguien. A veces la veía sentada en la que había sido su cama, con la espalda encorvada y los hombros caídos, al lado de Paquita, la nueva huesped a la que empezaban a llamar La Huesuda, mote que a Doña Juana no le hacía mucha gracia pues decía que los huesos espantaban el amor.
Aquel era un fantasma tranquilo y no se manifestaba para provocar desmanes. Únicamente se dedicaba a tirar al suelo de manera repetitiva y cansina, el libro secreto de las posturas, cada vez que Tomás lo guardaba con celo. Lo escondiera donde lo escondiera, ya fuera detrás de un mueble o debajo del colchón, siempre lo encontraba tirado en el suelo cuando volvía a su cuarto y abierto por la primera página, lo que le provocaba un profundo desasosiego pues no quería que su madre lo encontrara.
Aquella tarde recogió el libro tirado a los pies de la cama y en vez de apresurarse a esconderlo observó la caligrafía ligeramente inclinada, escrita a mano, de la primera página. Sin poder descifrar las palabras recordó la dedicatoria. A mi Zíngara de... Sabía que ella quería que recordara, pues se apareció en un ángulo de la habitación mirándolo fijamente.
- Lo sé. Era un tal Francisco.
- Tomasín no me gusta que holgazanees - le recriminó -
. Ándate al muelle a pedir trabajo que ya tienes andares de hombre y déjate de
libros y pamplinas que no entiendes.
Y mientras su madre lo miraba con los brazos en
jarras, La Zíngara señalaba con su dedo índice hacia la puerta. Cogíó su gorra
y se la ajustó a la cabeza, metió el libro en su zurrón y salió a toda prisa,
antes de que a su madre se le antojase hojear sus páginas.
- Déjeme usted algo para el tranvía, que voy al centro
a los negocios buenos a preguntar por algún quehacer de recadero.
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La Zíngara iba sentada a su lado en el tranvía,
silenciosa y cabizbaja. Se deslizaron por las vías dejando atrás el paisaje de
la costa, con sus barracas de techumbres pajizas, caminos de tierra y acequias.
A su lado dos mujeres que portaban capazos de mimbre y tapaban su cabeza con un
pañuelo, hablaban del asesinato de la meretriz del arrabal. Dones de
vida fosca que porten la desgràcia damunt, dijo una y la otra asintió.
Y la muerta asintió.
A medida que se adentraban en la ciudad, los edificios
crecían en altura y las gentes calzaban zapatos de suela dura. Tomás miró sus
alpargatas de hilo y se ruborizó. Cuando llegaron al centro se maravilló por la
magnificencia de los edificios, pero no le gustó que todas las mujeres
vistieran ropas oscuras, pues las chicas de su casa siempre habían lucido vivos
colores.
En la parada de la Calle de las Barcas, ella se levantó y bajó del tranvía atravesando los cuerpos de la gente. Él la siguió a la zaga pidiendo paso. Allí en mitad de la acera, dos cabezas por encima de la suya, ella señaló al otro lado de la calle con determinación.
En la parada de la Calle de las Barcas, ella se levantó y bajó del tranvía atravesando los cuerpos de la gente. Él la siguió a la zaga pidiendo paso. Allí en mitad de la acera, dos cabezas por encima de la suya, ella señaló al otro lado de la calle con determinación.
Librería y utensilios de escritura Francisco Hernandez
Cuando Tomás empujó la puerta del negocio y la campanilla colgada del techo anunció su entrada, su compañera de viaje se esfumó. Se encontró extrañamente abandonado frente al mostrador de la librería, con sus ropas viejas, su piel tostada y su zurrón. Centenares de libros con encuadernaciones de lujo y títulos grabados en pan de oro copaban las estanterías de lado a lado. Jamás había visto tantos ejemplares juntos y de inmediato se sintió ridículo y enfadado por no saber descifrar las palabras. Había asistido al colegio unos años pero no guardaba un buen recuerdo, los chicos mayores y el profesor lo habían ridiculizado constantemente por ser un hijo de la Casa de la Juana y lo habían marginado como si tuviera la peste.
Frente a él, al otro lado del mostrador, una niña de rasgos dulces y cabello pajizo lo miraba con una sonrisa en los labios. Era realmente bonita con sus pestañas rubias y la piel pecosa. Jamás había estado tan cerca de una niña de esa clase, y esta, con su cara limpia y su mirada de agua, le gustó de inmediato. Pensó que bien podría tener su edad y eso le creó curiosidad. Pero ella era como los libros, exquisita y lejana.
- ¿Eres sirviente de la casa de los Narciso?. ¿Vienes a devolver algún ejemplar?- sus ojos brillaban -. Mi padre está en la trastienda con un cliente, dale unos minutos.
Él asintió. La voz de ella tenía un deje musical. Él sacó el ejemplar del Kamasutra y se lo mostró. Ella rió entre dientes y se ruborizó.
- Ya sabía yo que era de esa clase de libros si han mandado a un recadero de la calle. Hay decenas de esos ahí atrás para prestar, pero nunca me deja curiosear.
Y de pronto, como si se le hubiera ocurrido la mayor de las travesuras, cogió aire y lo miró fijamente desde la inmensidad de sus ojos. Su voz se convirtió en apenas un susurro.
- ¿Me dejarías verlo?.
Con el mostrador creando una decorosa separación, ambos inclinaron sus cabezas sobre el libro. A medida que pasaban las páginas la expresión de ella se iba tornando en repulsión. De pronto su padre la llamó desde la trastienda y ella ahogó un pequeño grito.
- Ahora vuelvo. No te muevas. No toques nada - suplicó ella con las manos unidas en gesto de oración.
La chica se esfumó tras la cortina hacia la trastienda del local, donde presumiblemente se escondían los ejemplares que vivían en las sombras por su contenido más comprometedor, libros que contaban con lectores anónimos y ostentaban un precio más elevado por pertenecer a ediciones de tirada limitada.
La campanilla colgada sobre la puerta de entrada sonó y el chico giró el rostro hacia la calle inquieto, pero nadie entró ni salió de la librería. Una ráfaga de aire frío le anunció que su compañera, invisible a ojos ajenos, no lo había abandonado, sino que le indicaba lo que tenía que hacer. Cuando la chiquilla volvió pasados unos instantes ya no encontró al muchacho de los hoyuelos en las mejillas y la gorra de medio lado, ni tampoco su libro. Había oído la campanilla de la puerta principal que delataba su marcha precipitada hacía apenas unos segundos. Lamentando su ausencia cogió un número atrasado de Las provincias que encontró bajo el mostrador y empezó a hojearlo distraídamente.
Mujer de la vida conocida como La Zíngara
asesinada a sangre fría por crimen pasional en El Cabañal.
La chiquilla aferraba con devoción el crucifijo que llevaba colgado del cuello mientras Tomás, escondido entre las sombras del almacén de la trastienda, se acomodaba detrás de una pila de cajas. Desde allí, podía escuchar a los hombres hablar en una salita contigua. Él ya había oído antes ese timbre de voz, pero en esta ocasión las sílabas no se estiraban y deshacían al pronunciarlas. Hoy aquel hombre, que aspiraba con parsimonia ritual el humo de un puro habano, hablaba con elocuencia y modulación pausada de los eventos de sociedad de la ciudad, tales como la organización de la Feria de Julio que ya se acercaba, o la próxima reunión del Club de Fumadores, donde caballeros de reputación intachable cerraban tratos y moralizaban sobre el decoro y la decencia de la cultura contemporánea.
Tomás escuchó a los hombres despedirse con camaradería y complicidad, emplazándose para aquella misma noche en el club, donde el librero prometió acudir en compañía del jugoso material que tenía comprometido con algunos de los miembros más destacados de la organización, y permaneció allí agazapado e inmóvil hasta que él y su hija se marcharon a comer una hora después, cerrando la puerta que daba al escaparate del negocio con llave. Cuando se aseguró de estar solo se atrevió a abandonar su escondite con cautela. A tientas buscó el quinqué que había visto sobre una cómoda pegada a la pared y encendió la mecha. Allí dentro no había ventanas. Sabía que había luz eléctrica pero no quería llamar la atención desde la calle. Con pasos mudos entró dentro de la salita donde los hombres habían intercambiado impresiones. Todavía olía a humo.
Encontró un escritorio de patas macizas, una regia butaca, sillones forrados en piel y estanterías repletas de libros con una encuadernación más discreta que los expuestos a la vista del público. La pared del fondo la recorrían unas baldas con libros de diferentes tamaños y se dirigió hacia allí. Cogió un ejemplar al azar y lo abrió. Mucha letra y grabados orgiásticos en grupo. Alcanzó una carpeta y en su interior descubrió una colección de fotografías de mujeres desnudas que posaban impúdicas revelando el vello que cubría sus partes más íntimas. Sus dedos volaron impacientes sobre las ardientes páginas de los ejemplares más perseguidos de la Justine del Marqués de Sade, Las amistades peligrosas de Chordelos de Laclos y los más variados y sensuales cuentos de la antigua Arabia. Para él todo aquello solo era la revelación tardía de lo que sucedía tras las puertas cerradas de su casa, lo que le provocó un sentimiento de compasión hacia las mujeres con las que había crecido, pues todo aquello poseía un halo de tristeza que no alcanzaba a comprender.
Sobre la superficie del escritorio, plagada de plumas y papeles, había una caja con libros y fotografías de mujeres que posaban sin ropa. Tomás resolvió que en aquella caja se encontraba el material con el que iba a comerciar en su reunión social del mencionado Club de Fumadores esa misma noche. Aquellas eran sus próximas entregas. Sin pensarlo y empujado por el convencimiento de estar en lo cierto, extrajo el libro de las posiciones amatorias del interior de su zurrón y lo colocó en el interior de la caja. Allí estaba la dedicatoria que delataba los amores del librero con la joven asesinada. Las frases del verdugo enamorado que por aquel entonces juraba la eternidad de sus sentimientos, volarían desde El Cabañal hasta alguna casa burguesa del casco histórico.
Para mi Zíngara con amor apasionado.
A la espera de poder hacer realidad cada página.
Siempre suyo Francisco Hernandez
Salió de la trastienda con sigilo. La Zíngara le señaló el felpudo frente a la puerta. Se agachó y cogió la llave que escondía. Tras dejarla donde estaba cerró de un portazo, sabiendo que volvería al día siguiente para reencontrarse con la niña del mostrador. Tanto evocó el recuerdo del azul de sus ojos y el timbre melodioso de su voz, que tardó la mitad del trayecto en percatarse de que su fantasma no iba a su lado. La Zíngara ahora se escondía entre los recovecos de la trastienda a la espera de poder clamar por su venganza y era él quien la había llevado hasta allí.
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Aquella noche, mientras dormía en su cama junto a su madre, pensó que en otra parte de la ciudad, los miembros del Club de Fumadores estarían terminando de cenar en mitad de una amena conversación. Los imaginaba con sus chaqués y pajaritas entonando himnos patrios y vaciando una copa tras otra. Don Francisco Hernandez se encontraría disertando sobre temas varios con las autoridades políticas y eclesiásticas de la ciudad de Valencia mientras hacía su entrega quincenal de los volúmenes acordados. Desde el director de banco hasta el comisario de la policía, todos se harían con un ejemplar de temática erótica, bajo promesa de máxima discreción.
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A la mañana siguiente Don Francisco abría las puertas de su librería con especial buen humor. La reunión de la noche anterior había sido todo un éxito. Miembros de gran prestigio y reconocimiento social habían adquirido sus libros con gran expectación, por lo que su fama empezaba a crecer en las reuniones privadas de los hombres pudientes. Por lo que sabía era el único librero que ofrecía un servicio de préstamo por quincenas, combatiendo el recelo de los padres de familia que se resistían a comprar libros indecorosos por no conservarlos por tiempo indefinido en sus estanterías. Tras la reunión había marchado con los bolsillos repletos a celebrar su buena suerte con una bella señorita de un piso lujoso y selecto del centro de la ciudad.
Encendió la luz y colgó el sombrero en una percha de brazos. Recordando las delicias de la noche anterior se sentó en la butaca frente al escritorio.
Fue una milésima de segundo antes de quedarse a oscuras, que sintió una fiera mirada de animal herido sobre sus carnes. Perdido en la oscuridad total, permaneció inmóvil sintiendo el temblor creciente de las estanterías repletas de libros, como si alguien las estuviera sacudiendo presa de un ataque de locura. Siguió paralizado cuando los libros comenzaron a ser lanzados con fuerza por los aires cual proyectiles, para caer al suelo con estrépito. Cuando escuchó dentro de la habitación unos pasos contundentes a golpe de tacón femenino, no pudo contenerse y se orinó en los pantalones.
Al otro lado de la puerta, su hija Anita llamaba con los nudillos. De pronto el estruendo cesó y la luz se encendió.
- Padre, el comisario Don José Pelayo - anunció.
Sudoroso y asustado, no hizo amago alguno de levantarse, pues era consciente de la humillante humedad de su pantalón. Anoche habían compartido risas y camaradería en el club.
- Se trata de una cuestión embarazosa - comenzó el comisario arrastrando las palabras mientras miraba con suspicacia los libros esparcidos por el suelo. Carraspeó. Lucía un bigote espeso y un porte digno-. En fin, anoche el Doctor Godoy depositó en mis manos el ejemplar que usted acababa de venderle. Sin duda lo que encontró le hizo querer desembarazarse de él - el comisario calló a la espera de alguna reacción por parte del librero pero este permaneció en silencio-. Puede que usted se confundiera y le entregara un ejemplar del famoso Kamasutra que ya tenía comprometido con otra persona. Había una dedicatoria, ya sabe...
El librero asintió sin saber de lo que le hablaba aquel hombre. Quería despacharlo para que se fuera cuanto antes.
- La cuestión es que yo ignoraba que usted anduviera en amores con la puta asesinada del Cabañal, la que llamaban La Zíngara.
Y estas últimas palabras las pronunció con frialdad condenatoria. Sentado en su butaca, Francisco Hernandez sintió como en ese momento el aire se removía a su espalda y miró nervioso tras de si. El comisario prosiguió.
- No vengo con ánimo inquisitorial - dijo sin un atisbo de simpatía -. La suerte de una mujerzuela de esa clase no va a provocar la movilización del cuerpo de policía. Pero luego está la opinión pública. La clase obrera siempre exige sospechosos y culpables - hizo una pausa y carraspeó mesándose el bigote -. Le recomiendo alejarse por un tiempo, márchese de la ciudad solo mientras la investigación siga abierta. La dedicatoria no prueba nada, por supuesto, pero podría sembrar la duda y si trascendiese su relación nadie lo libraría de un incómodo y desprestigioso interrogatorio.
Y el librero, presa del pánico, solo alcanzó a agachar la cabeza y mirar su regazo, y por un momento sus manos le parecieron bañadas en sangre.
Afuera, la campanilla que colgaba sobre el quicio de la puerta de entrada tintineó alegremente anunciando la llegada del joven Tomás, que hoy se presentaba vestido con las ropas sobrias y elegantes que Doña Juana le había comprado para asistir a la Misa del Gayo de la pasada Navidad. Y aunque el largo de los pantalones ya estaba para sacar, a penas se percibía el defecto.
- Disculpa, se me olvidó presentarme ayer. Mi nombre es Tomás y me gustaría que tuvieras a bien enseñarme a leer - dijo con seriedad y convencimiento.
La niña rió con ganas a carcajada limpia. Aquel chico de hoyuelos profundos y pestañas espesas era un descarado. Traía el olor del mar en sus cabellos y los rayos del sol en su piel. Se alegraba de verlo.
En aquel momento los dos callaron al ver salir de la trastienda con cierta premura y sin mediar palabra al padre de ella y al comisario. También iba con ellos una mujer enfurecida que solo era visible a los ojos de Tomás. Era la primera vez que el chico veía de pleno al asesino de su amiga, pues siempre había permanecido escondido en su presencia. Lo vio un ser débil y vacío, presa del terror y la ansiedad. Tenía un vientre prominente y la nariz chata y ancha. Le brillaban los zapatos.
Sus ojos se encontraron y el hombre reconoció al instante al niño de la casa de citas del Cabañal. Todo parecía ser una conjura en su contra.
- ¿Dónde va, padre? - inquirió la niña al ver que se dirigía hacia la puerta.
- Voy a casa, Anita, a encontrarme con tu madre. Tengo que preparar un viaje.
Y antes de abandonar la librería, el fantasma que había sido su sombra durante meses, se detuvo frente al chico llevándose la mano al corazón en señal de profundo agradecimiento.
Y los dos niños, uno al lado del otro, vieron como el hombre se subía a la parte trasera de un elegante Elizalde a capota descubierta y daba instrucciones al chófer con impaciencia. Tomás vio como La Zíngara tomaba asiento a su lado en el interior del coche sin dejar de verter en su oído palabras venenosas que lo conducirían irremediablemente a la locura. Pese a su juventud Tomás supo que aquel hombre no regresaría. Antes de marchar, la muerta clavó sus ojos en los suyos por última vez a través del cristal y con su dedo índice recorrió lentamente la garganta de su asesino de lado a lado. Él desvió la vista. Aquel hombre estaba condenado.
- No te preocupes Anita - le dijo a la niña que permanecía estupefacta por la extrañeza de los hechos -. Te ayudaré con la tienda. Puedo limpiar, ordenar y hacer recados. Pero enséñame a leer.
La niña lo miró con dulzura y le apretó la mano.
Apoyada en el tronco de tu árbol leo este cuento mientras siento la caricia de los rayos de los dos soles que te alumbran. Para ellos recuperas duendes, hadas, fantasmas, brujas y princesas. Tus temores y amores de la infancia. Como Alicia a través del espejo, me sumerjo en tu blog y entro en el país de las maravillas.
ResponderEliminarSimplemente, con ganas de más...
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