sábado, 13 de agosto de 2016

El Ángel caído. 2016



Cuando el despertador sonó a las siete de la mañana con su irritante timbre metálico, él ya llevaba un buen rato despierto, cavilando sobre la reunión que mantendría aquella tarde con el director general de la empresa. Esperaba que le recompensaran por sus logros del último año. Había conseguido que el rey de los libros de autoayuda a nivel internacional firmase una permanencia de cuatro años con su editorial. Además, uno de los manuscritos amateurs por los que había apostado, había llegado a coronar las listas de los best sellers de todo el mundo con su temática erótica, aun cuando todos le habían advertido que era un género abocado al fracaso.

Se duchó pensando en todo el material que aún tenía que revisar y que aguardaba en una pila interminable de carpetas sobre la mesa de su despacho. Debía realizar un estudio de mercado por países y buscar temáticas e hilos argumentales que se adaptaran a los anhelos sociales de cada comunidad. Mientras se afeitaba, pensó en las propuestas innovadoras que le presentaría al director para relanzar la carrera de sus escritores estrella por medio de giras promocionales. Quería causarle buena impresión demostrando iniciativa y entusiasmo. Aquel hombre parecía un buen tipo, debía preguntarle por su mujer, pero por más que intentó ponerle cara no logró acordarse ni de ella ni de su nombre. Demasiada gente en la fiesta de navidad. Seguro que Isabel se acordaría.

Se anudó la corbata, con movimientos ágiles y precisos, y se peinó a conciencia, mientras ensayaba ante el espejo esa mirada intensa de ceño fruncido, que a su juicio, le hacía parecer profundamente interesado en cualquier tema. Unos nudillos golpearon la puerta del baño.

- Papá, buenos días.

Cuando abrió, Celia lo estaba esperando con su pijama de estrellas y una sonrisa bienintencionada llena de alambres.

- ¿Pudiste leer mi redacción anoche, papá?. ¿Qué te pareció? - le preguntó con ojos brillantes mientras contenía el aliento.

Dos toques de colonia y ya estaba listo. La redacción de su hija se le había antojado demasiado larga cuando llegó a su casa la noche anterior, después de toda una jornada leyendo textos pretenciosos de aspirantes sin talento.

- Esta noche la leo sin falta, cariño - le prometió sin demasiada fe mientras se colocaba la americana.

El mohín de su boca lo desesperó, andaba con el tiempo justo para tomarse su café y no tenía tiempo para abordar un pequeño drama doméstico. Ella lo miraba implorante tras los mechones de su pelo desgreñado. Su cara hinchada aun delataba las marcas de los pliegues de las sábanas.

- ¡Pero hoy se va a publicar el artículo en la web de la escuela! Quería que me dieras tu visto bueno - se exasperó ella.

Y él la apartó sutilmente para dirigirse a la cocina. Celia lo siguió con su decepción a cuestas y unos pasos sordos de calcetines. Isabel ya le había preparado su taza de café con leche junto a una tostada que aguardaba sobre la barra. Se acercó y dio un beso mudo a su mujer en la mejilla.

- Confía en ti misma Celia - le dijo dándole unos golpecitos en la espalda - . Solo es un artículo de instituto. Está bien que te impliques - bebió un gran trago de su taza-, pero tampoco es algo que vaya a ser determinante para tu expediente académico. En cambio, deberías centrarte más en las matemáticas. - Su hija lo miró con odio manifiesto -. Lo leeré en cuanto pueda, de verdad, te lo prometo - y la besó en la coronilla.

Echó un vistazo a su reloj de pulsera. Le gustaba ser de los primeros en llegar a la oficina. Su mujer estaba envolviendo en papel de plata el almuerzo de Celia.

- Estás rara. ¿Te has hecho algo? - le preguntó.


Ella lo miró sorprendida y durante unos segundos permaneció inmóvil mirándolo con una expresión indescifrable que lo inquietó. Pasados unos instantes eternos le dedicó una sonrisa muda que a él se le antojó un poco forzada.

- Nada en especial - respondió al fin distraída mientras colocaba los sandwiches dentro de la mochila.

Le dio el último beso de rigor, cogió su maletín y salió de la casa. Mientras conducía pensaba en cómo le malhumoraban esas reacciones de ella. Qué demonios le había picado. Ella no tenía que ir a trabajar. Gracias a él ella había podido quedarse en casa con su hija. Vivía relajada y sin preocupaciones. No sabía que más quería.


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En la oficina los teléfonos comenzaban a revivir y el parloteo de la gente cada vez cobraba más intensidad a medida que se iban desgranando las anécdotas del fin de semana. Sus pasos enfilaron decididos el camino hacia su despacho mientras dedicaba sonoros saludos a diestro y siniestro. Se detuvo frente a la mesa de su secretaria y la saludó con una sonrisa cargada de intenciones. Hoy estaba realmente seductora con ese carmín rojo en los labios y el pelo recogido en un moño alto que dejaba su fina nuca al descubierto. Sabía que ella esperaba que él la piropeara para luego bajar la vista falsamente azorada.

- Buenos días Carmen. Estás radiante. ¿Has echado de menos al jefe este fin de semana?

La joven se ruborizó y se recolocó un mechón de pelo caído detrás de la oreja, mientras él se encerraba en su despacho sabiéndose encantador.

La mañana transcurrió entre folios y cafés cargados. Intentaba volver a descubrir un texto con gancho que atrapara a la gente cansada de su rutina y ávida de nuevas sensaciones, tal y como había sucedido con las amas de casa y las novelas eróticas. Comió a penas una ensalada envasada sin levantar la mirada de los textos que apuntaban maneras, y después de varias decepciones, se dispuso a preparar su reunión de las seis de la tarde.

Cuando estaba consiguiendo hilar un discurso elocuente e innovador, su secretaria le advirtió de la llegada de Ana Sánchez. No, Dios mío. Una aficionada cansina con delirios de grandeza que lo hostigaba en busca del contrato de su vida. Aquella chica no se daba por vencida. Era la tercera vez en aquel mes que se atrevía a presentarse en las oficinas con sus gruesas gafas de pasta y sus kilos de más, para preguntar por el curso del manuscrito que había enviado. Y lo cierto era que tras haberla visto la primera vez, su aspecto y su voz le habían desagradado tanto que había desterrado su texto a la papelera de reciclaje de su buzón sin ni siquiera leerlo.

Mientras ella parloteaba frente a su mesa con el sudor perlándole la frente, pensó que si mandaba inhabilitar el ascensor, la próxima vez no se atrevería a subir los cuatro pisos que los separaban de la calle. Después de instarle a que se marchara asegurándole tajantemente y sin paños calientes que su trabajo no cumplía con los estándares de calidad exigidos por la editorial, se dirigió a su reunión. Le fastidió que su primer pensamiento tras darle la mano al director gerente fuera para aquella alma en pena que se había marchado presa de un llanto inconsolable.

No obstante, cuando llegó el momento de darlo todo, se sintió confiado y encantador. El director era un hombre receptivo que valoraba sus aportaciones. Intercambiaron posturas sobre las líneas que debía seguir la editorial y barajaron nuevos enfoques. Antes de las siete de la tarde ya tenía su ascenso asegurado. Se le propuso una mejora de contrato que implicaba más sueldo y menos presencia en casa, pues debía viajar regularmente a las sedes de la empresa en otros países, pero él recibió la noticia con entusiasmo y un falso espíritu de sacrificio.

Salió de la oficina alrededor de las diez de la noche cuando el edificio entero se adivinaba vacío y silencioso. Su estómago rugía y sentía la cabeza embotada. Descendió en soledad en un ascensor extrañamente vacío aferrando el maletín con las condiciones de su nuevo contrato. Se despidió del portero que dormitaba en su silla y salió a la calle. Su coche era el único que quedaba en la zona de aparcamientos.

De pronto se detuvo, había un bulto de grandes dimensiones sobre el capó de su BMW negro. Aceleró el paso. A medida que se aproximaba le pareció discernir la volumetría inerte de unos brazos y unas piernas. ¿Pero quién ...?. A dos metros de distancia se detuvo reacio e incrédulo. Una chica rubia, de piel clara, yacía tirada encima de su coche. Instintivamente miró hacia arriba, hacia las ventanas de su edificio de oficinas, y presa de la más profunda extrañeza, volvió a mirarla sin apenas parpadear. ¿Aquello eran alas?. Permaneció inmóvil, con la mandíbula ligeramente descolgada. Entonces ella abrió lentamente sus párpados de espesas pestañas, para descubrir unos ojos abismales de una tonalidad verde extrañamente iridiscente.

- Me he caído - dijo mientras señalaba con su dedo índice hacia la oscuridad del cielo.

Y él en su estupor, no supo qué decir ni qué hacer cuando ella, con un rictus de dolor en el rostro, se incorporó con dificultad hasta quedarse sentada frente a él, desplegando a su espalda unas imponentes alas de plumas blancas. Se limitó a permanecer allí, aferrando su maletín como si fuera su único anclaje a una realidad conocida, mirándola fijamente sentada en el capó de su coche, vestida con unos simples vaqueros cortos y una camiseta blanca. La vio levantar su hombro izquierdo y contraer su rostro en una mueca de dolor.

- Es esta ala - dijo apenada -. Creo que se ha quebrado. Me duele tanto - y rompió a llorar en silencio.

Él sintió la boca seca y tragó saliva. Aún no había alcanzado a pronunciar una palabra, ni siquiera a pestañear, y empezaba a sentirse un idiota. Doblegando su voluntad, arrancó a dar unos pasos hacia ella, hasta que sus piernas rozaron la matrícula del coche. La tenía tan cerca que podía oler el aroma dulzón de su pelo. Su piel lucía tersa y satinada y sus ojos estaban anegados de lágrimas. Alzó la mano y le acarició lentamente el brazo. Si era su sueño tenía derecho a hacerlo y ella lo observó pasivamente. Cuando fue a besarla atraído por sus labios rosados ella colocó su mano de por medio y lo apartó sutilmente.

- No estoy aquí para eso.

Plegó sus alas y subió al asiento del copiloto con cierta dificultad.


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Giró la llave de la puerta de su casa mientras aferraba en sus brazos a aquella joven de ensueño que lo abrazaba con amor. Al fondo se escuchaba el sonido del televisor en el salón. Su mujer lo esperaba despierta. Su hija ya dormía plácidamente en su habitación. Cerró la puerta de la calle cuidadosamente y se dirigió a la habitación de invitados sin soltar su preciada carga.

- Javier, ¿estás en casa? - inquirió su mujer desde el comedor.

- Ahora voy - alcanzó a contestar mientras entraba en el cuarto, y tras apartar las sábanas recostaba a la muchacha sobre la cama. Le quitó las zapatillas con delicadeza y la cubrió con las sábanas. Con suavidad extrema le apartó el pelo de la cara y enjugó sus lágrimas de dolor. Tras prometerle que volvería, cerró la puerta y se fue al salón.

Cuando entró, vio a su mujer en pijama acomodada en el sofá, con un turbante en la cabeza que le tiraba el pelo hacia atrás. Ella lo miró reprimiendo un bostezo y le dedicó una sonrisa al tiempo que alargaba su mano hacia él.

- ¿Cómo ha ido la reunión?.

La reunión. Se dejó caer junto a ella en el sofá. En otra vida la reunión había sido crucial. Antes de su ángel.

- Bien, pero ahora estoy muy cansado. Ya te lo contaré mañana - se excusó torpemente.

- Claro - convino ella desviando la mirada para esconder su decepción. Se dieron un beso en los labios y ella se fue hacia la puerta. Su pecho se estaba vaciando de abrazos y la soledad dormía a su lado cada noche.

- Por aquí en casa todo normal - dijo antes de cerrar la puerta tras de sí. Si es que te interesa.

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La casa se encontraba sumida en el silencio cuando él se despojó con ansia de la chaqueta y la corbata. Llenó un vaso de leche y entró a la habitación de invitados. Ella seguía allí, inmutable bajo ese aura de candidez, descansando bajo la tenue luz de la mesita de noche con sus alas plegadas. Cogió una silla y se sentó a su lado. No podía dejar de mirarla, en la profundidad de sus ojos había descubierto algo que era tan suyo, tan familiar, que le hacía sentir un niño de nuevo. Observó como bebía el vaso de leche con avidez hasta apurar la última gota, después ella lo miró con agradecimiento y ternura.

- Tenemos que empezar ya. Tengo muchas cosas que contarte. Dame la mano.

Él tomó su mano confiado. Cierra los ojos. Y por un momento solo hubo oscuridad e incertidumbre. Después, un torrente de imágenes incesantes asaltó su retina sin previo aviso. Al principio no entendió lo que veía, demasiado volumen de información que no podía procesar: murmullos, pensamientos, sueños de otros. Hasta que poco a poco todo se focalizó en una sola persona. Su hija.

La vio gatear hacia él, dar vueltas en la noria infantil de la feria de navidad, caerse de aquel tobogán y perder un trocito de diente delantero por el golpe, montar en su bicicleta rosa sin ruedines por primera vez y soplar las velas de su tarta en su trece cumpleaños el pasado verano. La vio frente a la pantalla de su portátil escribiendo y borrando, indecisa y malhumorada. La vio en su habitación llenando hojas enteras de su libreta para luego arrugarlas y tirarlas al suelo. Escucha sus pensamientos le dijo su ángel. Y sintió el pesar de ella por no ser capaz de arrancar algo de vida de una hoja en blanco y así poder cautivar el orgullo de su padre.

No abras los ojos aun. La mano de ella agarraba la suya con firmeza. No tengas miedo. Un nuevo torbellino de imágenes lo asaltó de repente. Ya no estaba su hija, era otra historia, otro libro. 

El de una niña obesa que siempre quedaba como última opción cuando se formaban los equipos de baloncesto en el colegio. La vio llorar por no ser invitada a algún que otro cumpleaños, y fingir que no había escuchado la palabra gorda, cuando pasó por al lado de la chica que ocupaba el asiento trasero de la moto del chico que le gustaba. Vio como sus entrevistas de trabajo duraban apenas cinco minutos y sus ganas de desaparecer. Pero ella es fuerte, le aseguró su ángel. Y pudo ver como amparada en la invisibilidad de la red había dado rienda suelta a sus pensamientos tras la pantalla de su ordenador, publicando historietas y vivencias divertidas en clave de humor que generaban cientos de likes y opiniones entusiastas. Y él ni siquiera se había dignado a leer su texto. Y la había echado de su oficina sin el menor tacto.

- Necesito abrir los ojos - rogó él. Empezaba a sentirse realmente incómodo consigo mismo.

La manó de ella se relajó y volvió a la realidad de su casa, allí estaban los muebles austeros de la habitación de invitados, las láminas paisajísticas, el armario... y ella. Parecía tranquila y serena recostada sobre los almohadones. Le sonrió. Su expresión era tierna y sincera.

- Ya me siento mejor - alcanzó a decir profiriendo un leve suspiro.

- ¿Cómo es posible? - preguntó él.

Entonces ella se incorporó y estirando su mano lo atrajo hacia sí. Sus mejillas se rozaron.

- Porque tu corazón son mis alas.

Y antes de poder hacer suyas aquellas palabras volvieron las imágenes a gran velocidad. 

La facultad y aquella clase del Siglo de Oro, cuando aún no peinaba canas, y a su lado Isabel, ávida de preguntas y constantemente inquieta, con su melena corta y su flequillo recto. La vio reír sonoramente por los pasillos mientras hablaba con sus amigas y brincar en lugar de caminar. La alumna brillante de matrículas de honor que le asesoraba en los trabajo de investigación, siempre había sido más inteligente que él. La vio exultante tras conseguir su primer trabajo como becaria en la universidad y a otros hombres queriendo conquistarla. Luego su boda, sus despertares de sábanas revueltas y su embarazo. 

Quería abrir los ojos, no quería ver más, porque sabía que dolería, pero también sabía que ella, su ángel, no lo dejaría marchar y él no quería irse de su lado, así que continuó observando desde otra dimensión, con una opresión creciente en el pecho, pues sabía lo que  venía ahora.


Su mujer haciéndose cargo de la niña, de sus camisas, sus almuerzos... Ella dejando su trabajo con tristeza, comprando sola, cosiendo uniformes, cuadrando horarios. ¿Dónde estaba él?. Ella hojeando los álbumes de fotos de su primera época para reencontrarse con la chica risueña que había sido en otro tiempo y en otro lugar, la que lo había enamorado sin condiciones. Ella en la peluquería cortándose el flequillo como entonces. Y él ignorándola bebiendo a sorbos su café.

Sus ojos comenzaron a derramar cálidas lágrimas. Hacía mucho tiempo que no lloraba y sintió un ligero picor en el pecho. Eso está bien le dijo ella, y le pareció que lo acunaba con un abrazo maternal de agua. Las olas del mar de su niñez lo mecían de un lado a otro y su tristeza se fundía con la espuma.


Llegaba otra historia.

Las olas lo devolvieron a la orilla y se sentó en la arena un tanto aturdido. A su lado una chica bronceada tomaba el sol en bikini. Carmen lo saludó con la mano y siguió enviando mensajes por el móvil. Su secretaria se tostaba al sol, descaradamente sensual y despreocupada.

Un parpadeo y ya no estaban en la playa. Ahora ella reía en brazos de su abuelo y luego bailaba en la función de fin de curso mientras recibía orgullosa el aplauso de sus padres. Carmen besando a un chico en un portal oscuro y admirando con devoción el lienzo del altar de una iglesia barroca. La vio de Erasmus en una universidad italiana, becada por sus excelentes notas, y luego, buscando trabajo con determinación a su regreso a España. Y allí estaba él haciéndole la entrevista. Ni siquiera recordaba que era licenciada en Historia. Era una buena chica.

Cuando abrió los ojos su ángel seguía allí sonriéndole y mirándole de forma compasiva. Sus mejillas lucían sonrosadas y ya no había rastro de dolor en su expresión. En cambio él sentía un gran pesar y un cansancio extremo. Ella se echó a un lado de la cama y lo invitó a dormir a su lado. Con dulzura lo acogió en sus brazos y permanecieron abrazados en silencio. Su piel olía como aquellas tardes de su infancia, cuando su madre revolvía el azúcar al fuego para hacer piruletas de caramelo. La abrazó más fuerte y se quedó dormido envuelto en su aroma. Te quiero mucho, Javier. Y él no soñó con nada.


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A la mañana siguiente lo despertaron unas caricias y unos besos tiernos que estimularon sus sentidos. Cuando abrió los ojos, Isabel, recostada sobre él, lo miraba con preocupación.

- Has dormido aquí. Ni siquiera te has quitado la camisa y el pantalón - lo regañó con dulzura sin ánimo de sermonearle. Hacía mucho tiempo que había asimilado el espacio creciente entre los dos.

Él miró a ambos lados con urgencia pero allí no había nadie más que ellos dos. Sobre la mesita de noche, un vaso lleno de leche intacto. Agarró el rostro de su mujer y lo atrajo hacia si para besarla lenta y amorosamente.

- Estás preciosa con ese corte de pelo - su halago era sincero. Lo estaba.

Y antes de que ella pudiera responder, la agarró y la tumbó en la cama para hacerla suya con devoción y entrega de amantes reencontrados.


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Se tomó su tiempo para ducharse y vestirse. Siempre llegaba de los primeros a la oficina así que nadie se atrevería a ponerlo en evidencia. Antes de marcharse debía hacer algo de vital importancia. Su tazón de café lo esperaba en la cocina, así que tomó asiento en un taburete alto y abrió su portátil. El periódico del instituto de Celia se componía de artículos de opinión, entrevistas a profesores y antiguos alumnos y fotografías del equipo de fútbol.


El estimulante trabajo de mi padre. Por Celia Diez.


Y a lo largo de cuarenta líneas fue partícipe de la visión que su hija atesoraba de su trabajo, que entendía como una suerte de misión humanitaria, un descubridor de talentos y mecenas comprometido con el arte. ¿Cómo podía pensar que era tan bueno si en los últimos tiempos había trabajado con la sensibilidad dormida?. 

Clicó COMENTAR PÚBLICAMENTE y escribió:


Tú eres mi inspiración para querer mejorar cada día


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Cuando llegó a la oficina le pareció que había pasado mucho tiempo desde que había estado allí por última vez. Todo continuaba en el mismo lugar pero parecía muy distinto. Incluso la gente tenía otro color. Quizá él también lucía diferente.



Saludó a Carmen con una sonrisa franca, evitando cualquier insinuación o expresión ambigua, y se encerró en su despacho.

Lo primero que hizo tras abrir su correo fue rescatar el texto de Ana Sánchez de la papelera de reciclaje. Los siguientes noventa minutos los pasó riendo a carcajada limpia gracias a las desventuras narradas en clave de humor y en primera persona, de una protagonista poco agraciada que vivía en un tiovivo emocional de novios indecentes y traumáticas fajas. Cuandó acabó de leer el texto abrió de golpe la puerta de su despacho con una expresión en el rostro de innegable entusiasmo. Su secretaria lo miró alarmada.

- Llama a Ana Sánchez y dile que soy un idiota y que la amo. Su libro es un filón. Miles de personas socialmente inadaptadas van a identificarse con esta chica.

Carmen lo miró recelosa.

- Oye, ¿estás bien? - le preguntó de repente. Ese día no la había rondado, ni siquiera le había dedicado un pícaro comentario sobre su blusa de generoso escote - . Parece  que estás en otro mundo.


Él apoyó los nudillos sobre la superficie de su mesa y se reclinó hacia delante sobre ella, que permaneció sentada, humedeciendo sus labios lentamente, esperando a que él se le acercara más allá de lo cordialmente admisible.

- No me pasa nada - respondió condescendiente -. Solo que eres una chica preciosa y buena, y no mereces que alguien como yo te haga perder el tiempo.

Sorprendida, se irguió en la silla con la espalda muy recta abandonando su languidez del instante anterior y clavando la mirada en los garabatos del bloc de notas de su mesa. ¿Había hecho algo mal?.

Él se metió de nuevo en su despacho solo para volver a salir cinco segundos después. Ella lo miró de soslayo. Aquello era muy raro. ¿La iba a despedir?.

- ¿Tú que haces exactamente a parte de coger el teléfono? - la interrogó de pronto.

Ella se revolvió en su silla.

- A veces contesto correos - contestó incómoda.

- Muy emocionante - sentenció él. 

Y a ella le pareció que él se estaba burlando. Con la congoja en la garganta, se le ocurrió coger su bolso y marcharse, pero entonces tres manuscritos con encuadernación de gusanillo cayeron sobre su mesa haciendo tambalearse el bote de bolígrafos.

- Léelos y elige uno - le exigió sin miramientos apuntándole con el dedo índice para enfatizar sus palabras - . Elige el que recomendarías a tus amigas.

Ella dio un respingo y se llevó la mano a la boca.

- Entonces - titubeó- ¿mi opinión cuenta?.

Él le tendió la mano para sellar sus intenciones con un honesto apretón y ella le correspondió con firmeza.

- Tu opinión claro que cuenta.



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Aquella noche salió de la oficina más ligero, sin arrastrar la mochila llena de piedras que había cargado a la espalda los últimos años. Aquella tarde había llamado al director general y había rechazado su nuevo cargo como Coordinador de Proyectos Internacionales. Ya no estaba dispuesto a pasar más horas en un avión que en su propio hogar.

Muy a su pesar, no encontró a ninguna joven angelical caída sobre su capó. Por un momento se dejó embriagar por el recuerdo de las imágenes y sensaciones de la noche anterior, cuando ella lo envolvía con su abrazo en su habitación de invitados. ¿Cómo iba a poder olvidarla ni si quiera un solo día?.


Antes de subirse al asiento del conductor dirigió una mirada cómplice a la oscuridad del cielo y lanzó un leve beso al aire. A partir de ahora, iba a hacer que su ángel de la guarda estuviera orgullosa de él.



1 comentario:

  1. Bajo el árbol literario van pasando las horas. Cojo un cuento, una historia, un pequeño relato… y entre fruto y fruto caen los ángeles de alas rotas y me emociono con los finales pequeños.

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