domingo, 28 de agosto de 2016

Manderley en ruinas. Cap 2. Secretos.



Y tras un agosto tumultuoso y un cumpleaños pasado por agua, os dejo con ellos.

Carpe Diem




Capítulo 2. Secretos.


Leonor apretó el botón de su mando de apertura de persiana y esperó. En cuestión de segundos quedó al descubierto el letrero Escuela de Danza en llamativas letras de trazo estilizadoRecorrió una a una las estancias de la academia revisando que todo estuviera en orden. La primera clase empezaría en una hora y quería estirar y calentar sus músculos antes de que llegara el primer grupo. Vestía su maillot negro y los calentadores azules que le había regalado David el otoño pasado. Aquel día se había empeñado en llevarla él mismo a la ciudad y aunque ella había puesto objeciones en un primer momento, había tenido que ceder ante su insistencia.

Se sentó en el suelo de tablas de madera flexionando y abriendo las rodillas en posición mariposa, irguiendo la espalda y el cuello como si una mano invisible tirara de su pelo hacia arriba. Hoy, incomprensiblemente, había vuelto a despertar con los pies sucios de tierra. Estiró las piernas y las separó en un ángulo de ciento ochenta grados manteniendo su centro de gravedad sentada sobre sus glúteos contraídos, alargó el brazo izquierdo y tocó las puntas de los dedos de su pie derecho. Las noches sin sueños eran tan habituales... Despertaba y todo estaba negro. Cambió la posición y llevó su mano derecha hasta su empeine izquierdo. El espejo frente a ella le devolvió su imagen. Había recogido su pelo en un moño alto y bajo sus ojos una leve sombra oscura delataba una falta de sueño para la que no tenía explicación lógica, pues casi siempre se acostaba antes de medianoche.

Se dirigió al cajón de la resina, en un ángulo de la clase, y embadurnó las zapatillas con el polvo. Apoyada sobre la barra se dispuso a preparar la tanda de ejercicios de aquella mañana. Sus músculos estaban entrando en calor y comenzaba a sentir ese cosquilleo en la punta de los dedos. Miró su reflejo en el espejo mientras marcaba las posiciones con los brazos y pudo ver la estela de luz rosada que dejaban sus manos al acariciar el aire, como si fueran pinceladas de color sobre un lienzo en blanco que se desvanecían a los pocos segundos de trazarlas.

Desde el centro del aula sus pies batieron el aire encadenando rítmicas piruetas que provocaban destellos violetas a su alrededor. Hacía años que había adquirido esa visión especial de los colores que envolvían a las personas y definían sus intenciones según su tonalidad. Desde el incendio. Ahora veía como la energía se desprendía de sus cuerpos como si fuera una prolongación de su verdadera esencia. Unas veces la energía de los que se encontraba era oscura pese a que lucían sonrisas traicioneras, y otras, era blanca y luminosa, como la de los recién nacidos y la de aquel mendigo que dormía sobre un banco de la calle.

El timbre de la puerta la sobresaltó. Laura y Esther eran sus alumnas más comprometidas y siempre llegaban veinte minutos antes para cambiarse de ropa con tranquilidad y conversar de sus cosas. Estudiaban por las tardes en la universidad y por las mañanas acudían a sus clases con verdadera devoción. Las saludó afectuosamente y las dejó compartiendo confidencias en la intimidad del vestuario. Recordó cuando ella también tenía veinte años y aspiraba a ser una gran bailarina de fama internacional, hasta que una inoportuna lesión de tobillo cambió su destino. Los días en Moscú se le antojaron lejanos y difusos entonces, antes de todo. Antes de Esteban, de La Casona y sus visitantes.

El timbre de la puerta volvió a sonar. Cuando levantó la vista con una sonrisa de bienvenida dibujada en el rostro, vio la silueta de un hombre vestido con un elegante traje de chaqueta gris a través de la vidriera. Abrió la puerta. En los últimos años lo había visto a penas dos veces.

- Buenos días, Sr. Cobos - saludó con aparente calma permaneciendo en el umbral de la puerta.

El abogado le tendió la mano y ella se la estrechó suspicaz. Su aura era grisácea con betas amarillentas y una apariencia grumosa. Sabía que esa era la energía que desprendía una persona que consumía estupefacientes de cuando en cuando. Pese a esto presentaba un aspecto impecable con su corbata de seda y sus gemelos relucientes. Lucía más canas que la última vez que se vieron y una tez demasiado bronceada para el mes en que se encontraban.

- Disculpe por presentarme de esta manera y alterar su rutina, pero se trata de un asunto de suma importancia - él miró hacia dentro como esperando una invitación para entrar y ella no tuvo más remedio que apartarse a un lado.

- En veinte minutos empiezo la primera clase de ballet, debería haberme llamado - y al tiempo que lo decía se encogió de brazos y se mordió el labio inferior. Él le recordaba a una versión de si misma más ingenua y perdida. La primera vez que se vieron ella no había dejado de llorar.

Hacía años que el despacho de Eduardo Cobos gestionaba sus inversiones, desde que en otra vida había resultado ser la sorprendida beneficiaria de una cuenta cuyo titular se había esfumado, para su desconsuelo, sin dar señales de vida, dejándole una suma indecente de dinero para su uso y disfrute. Entonces había construido aquella reinterpretación personal de la mansión cinematográfica de Manderley, con mosaicos, frisos decorativos, azulejos artesanales y balaustradas de hierro forjado que envolvían sus sueños de belleza en el corazón de la pinada de El Saler. Un templo donde añorar a su amor perdido y una cárcel de sueños rotos. Pero todo había ardido. Y ahora no era más que un recuerdo.

Desde Madrid habían seguido informándole de los beneficios crecientes que le brindaban sus participaciones en empresas en auge y de los resultados positivos de las inversiones que en su día se habían realizado con el capital de la cuenta que ahora era suya, pero ella siempre redireccionaba las ganancias obtenidas a asociaciones sin ánimo de lucro que velaban por las víctimas de la violencia de cualquier tipo. De aquel dinero no quería saber nada.

- He considerado que debía tener una conversación privada con usted, al margen de su marido - el abogado parecía un tanto ansioso mientras miraba al otro lado de la calle. Ella se inquietó y miró en la misma dirección. Solo había una farola.

Por la puerta hicieron su aparición tres de sus alumnas de la mañana, cargadas con sus bolsas de deporte, que la saludaron calurosamente. Todas permanecieron unos minutos en la entrada observando sin pudor a aquel hombre atractivo y elegante que parecía compartir un secreto con Leonor.

- ¿Y si vais calentando? - les sugirió ella levantando súbitamente la voz.

Y todas marcharon adentro entre risas ahogadas y gestos infantiles que a ella se le antojaron de muy mal gusto . El abogado hizo caso omiso y prosiguió con semblante serio.

- Escúcheme - y le apretó ligeramente los brazos para que ella le prestara atención. Ella dio un respingo y dio un paso atrás, esperando. ¿Por qué siempre se tomaba esas confianzas con ella?. No le gustaba que la siguiera viendo como una niña - .Tiene que saber algo de vital importancia. Hace tres días detectamos un movimiento significativo en su cuenta. Una retirada considerable de efectivo en las oficinas de una sucursal bancaria de Barcelona.

Su alarma interna se disparó y todos sus sentidos se focalizaron en el semblante preocupado del abogado. Infinidad de pensamientos lucharon por cobrar sentido en su mente pero ella se resistió a darles forma. Alguien había sacado dinero de su cuenta sin la mayor dificultad, una operación que solo podía haber realizado una persona. Sus ojos verdes se clavaron implorantes sobre Eduardo Cobos pero no se atrevió a decir nada. El abogado prosiguió rebajando el tono de su voz a modo de confidencia.

- Usted como beneficiaria tenía plenos poderes sobre la cuenta, pero al no certificarse la muerte del primer titular y figurar únicamente como desaparecido en los ficheros policiales, jamás pudo realizarse un traspaso total y absoluto de poderes. En ningún momento se blindó la cuenta. Y solo el titular original puede realizar todo tipo de operaciones desde cualquier parte del mundo si acredita su identidad.

Ella se cubrió el rostro con las manos y respiró profundamente. Pudo notar la mano compasiva del abogado sobre su hombro al tiempo que una presión cada vez mayor en las sienes le nublaba la vista. Nerviosa acertó a dar unos pasos en una y otra dirección como un animal enjaulado. Notó como las yemas de sus dedos empezaban a arder y las lágrimas de rabia amenazaban con asomarse a su mirada. Frotó sus manos absorta en pensamientos y emociones que se contradecían, y del roce de su piel ardiente surgió una sutil espiral de vapor caliente que se elevó hacia el techo. El hombre siguió con la mirada el ascenso de la pequeña nube hasta lo alto, hasta que se deshizo en imperceptibles gotas de agua entre los dos, como una sutil llovizna, dejando un rastro de humedad sobre la madera del suelo.

- ¿Quiere decir que no está muerto? - le espetó ella de repente presa de la ira.

Él la miró dubitativo. ¿Qué había sido esa nube?.

- No - contestó al fin - Esteban está vivo.


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En el patio de recreo los niños jugaban con sus cubos y palas, removiendo la arena y construyendo diques. Las piñas caídas de los pinos hacían a su vez de proyectiles silenciosos y los ramas astilladas eran baritas mágicas que convertían las piedras en monedas de oro. Luz se alejó del grupo de segundo de infantil y se dirigió hacia la valla del colegio. Las monitoras mantenían entre ellas una amena y absorbente conversación que hizo que su ausencia pasara inadvertida. Llevaba un babero rosa abotonado por delante sobre un jersey de punto y el pelo recogido en dos coletas que empezaban a dolerle, pero si se las quitaba su madre la regañaría al volver de la escuela.

Cuando llegó al ángulo más alejado del patio se sentó frente al cercado de pilares de argamasa y sacó de su fiambrera un sandwich que partió por la mitad. Alargó la mano y la introdujo entre el hueco que dejaban los pilares ofreciendo una parte de su almuerzo. Una mano masculina de dedos finos aceptó el ofrecimiento. Al otro lado, sentado con las piernas cruzadas en medio de la espesura del bosque, se encontraba Luisito, con su pantalón deportivo desgastado y su cazadora vaquera descolorida. Las arrugas de su rostro delataban su edad que se prolongaba más allá del medio siglo, pero su mirada hueca y su pose despreocupada de hombros caídos lo asemejaban a un chiquillo inocente. Permanecieron masticando en silencio, escuchando el trinar de los pájaros, a la sombra que les brindaba el Pino Grande, cuyo tronco sólido e imponente imposible de abrazar por el tamaño de su circunferencia, escondía centenares de anillos de historia viva a través de los siglos. Luz se asomó entre los pilares y llevó su mirada a un plano más profundo, entre la densidad de los arbustos.

- Y ella, ¿no tiene hambre? - inquirió señalando a la mujer del delantal y las zapatillas de andar por casa que le sonreía entre las sombras.

Luisito negó con la cabeza y dio otro mordisco a su sandwich de queso.

En aquel momento una de las cuidadoras arrancó a correr hacia ella cruzando el patio a toda prisa, vociferando su nombre.

- Oh oh. Se va a enfadar otra vez con nosotros - advirtió cerrando su fiambrera y poniéndose en pie.

La monitora, una joven en prácticas con gafas, principio de acné y pantalones bombachos, llegó sin resuello y visiblemente nerviosa, buscando algo o alguien más allá del cerco del colegio.

- ¡No puede molestar a las niñas!, ¡No se acerque más a ella! - gritó cogiéndola de la mano y arrastrándola consigo.

La fiambrera cayó al suelo y se abrió accidentalmente dejando caer lo que quedaba de su almuerzo, que se rebozó inevitablemente en arena echándose a perder. Luisito se puso lentamente en pie como si aquello no fuera con él, se sacudió las migas de su camiseta y calándose la gorra desapareció entre la espesura.

De nuevo se vio en el despacho de la directora de la escuela, una mujer de pelo canoso y rostro severo, sentada en una silla baja mientras observaba cómo la cuidadora del recreo justificaba nerviosa y con palabras atropelladas su descuido. Hablaban de Luisito como de una persona peligrosa, y aunque ella les repetía que solo quería invitarlo a almorzar porque era su amigo, ellas le decían que aquello estaba mal. Como siempre llamaban a su madre a la academia de ballet para advertirle de su mal comportamiento, pues hacía caso omiso de las prohibiciones de los mayores. Ella permanecía callada, con la mirada clavada en los cordones de sus zapatillas, a la espera de poder abrazar a sus padres  y salir cuanto antes de aquel despacho. Aquellas mujeres se quejaban de que su amigo fuera a visitarla, pero jamás mencionaban a la madre de este, que siempre lo acompañaba, y ella era tan dulce con su mirada compasiva, que Luz no entendía porque nunca la nombraban.


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Aquella noche Leonor preparaba un revuelto de verduras mientras Luz, sentada a la mesa de la cocina, terminaba un dibujo con lápices de colores. David llegaría en diez minutos para cenar con ellas y la pastor alemán permanecía alerta a los ruidos de la calle con una oreja levantada, por si escuchaba el ronroneo de su coche.

- ¿Qué quieres beber? - preguntó Leonor acariciándole el pelo a la niña.
- Zumo - respondió sin dejar de pintar.

Llenó su vaso rosa de princesas Disney hasta la mitad, para que no lo derramara, y se sentó a su lado para que le prestara atención.

- ¿Sabes una cosa? - le preguntó en un tono de secretismo. Luz dejó de pintar por un momento y la miró atentamente. Había conseguido captar su atención. Prosiguió - ¿Sabes que nunca nadie ha visto a la madre de Luisito?. Hace mucho tiempo que se fue al cielo. Cuando él era pequeño.

Luz entrecerró los ojos, valorando la información que le había dado su madre. Tras unos instantes resopló.

- Pues yo la veo. Ha bajado del cielo.

Foc echó a correr hacia la puerta de la calle por el pasillo pues David estaba aparcando el coche fuera.

- Cariño - le dijo con dulzura alzándole la barbilla suavemente -, pero es mejor que no se lo digas a nadie.

David entró por la puerta de la cocina con una sonrisa que iluminó la estancia. Las dos celebraron su llegada y él las besó. Lucía impecable, tal y como se había marchado, y ella sabía que él borraba todas sus inquietudes y preocupaciones cuando llegaba a casa para estar con ellas, pese a que seguramente había tenido que lidiar con situaciones duras e incómodas a lo largo del día.

- ¿Alguna novedad hoy? - preguntó mientras se servía un vaso de agua.

Ambas le sonrieron negando con la cabeza y él les devolvió la sonrisa sellando así el final de un día perfecto. Cuando Leonor, en un descuido, fijó la vista en el dibujo de su hija, intentó no gestualizar delante de su marido ningún indicio de preocupación y seguir manteniendo su expresión satisfecha. Un pino gigantesco cobijaba bajo sus ramas a una niña, un hombre con gorra y en último término, casi fuera del plano, a una mujer con delantal y el pelo recogido. Cogió el folio, lo dobló y lo guardó en un cajón. Luz se quejó pero ella le puso el plato de la cena delante.

- Nosotras todo normal. Sin novedad - sentenció ella tomando asiento a la mesa.

Y David supo que mentían.









La vida comienza donde termina el miedo





No debemos tener miedo a equivocarnos,
hasta los planetas chocan
y del caos nacen las estrellas.

Charles Chaplin





Aunque exista la posibilidad de ir por mal camino, ve por mal camino. Porque con tanto miedo a equivocarse no hay forma de crecer. La gente que tiene tanto miedo a equivocarse no crece nunca. Están sentados en su sitio, tienen miedo de moverse. No están vivos.


Osho





Yo no soy tus palmadas en la espalda ni tus castigos, yo no dependo del color de tu mirada, ni de tu miedo....
Mi valor no lo determinan mis fallos, sino mi capacidad de enmendarlos y trascenderlos.
Soy la que se pierde y la que encuentra el camino sabiéndose sola.

Gracias por vuestras palabras de aliento de los últimos tiempos.




Nadie dijo que sería fácil

Un adulto creativo
es un niño que ha sobrevivido







lunes, 15 de agosto de 2016

MANDERLEY EN RUINAS. (Segunda parte de Manderley. Un cuento de sombras) CAP.1


      Cuando los personajes visitan tus sueños es hora de dejarlos caminar sobre el papel


                                                          
Capítulo 1. Caminando en sueños.

Aquella mañana David Zanón se resistía a despertar y a abandonar el confortable abrazo de su edredón de plumas. Caía una ligera llovizna sobre las estrechas calles del pueblo y el aire era limpio y fresco en aquella hora oscura que precedía al despuntar del alba de un octubre húmedo. Muy cerca, disuelta en la penumbra, Leonor respiraba profundamente perdida en un sueño tranquilo. Su menudo cuerpo desprendía una atrayente calidez. Se acercó a ella y hundió la nariz en la espesura de su pelo, la abrazó y la atrajo contra su pecho. Ella gimió pero se dejó hacer sin emerger de la inconsciencia.

El reloj de su iphone marcaba las 05:15 de la mañana. Desde muy joven le había gustado madrugar y despertar antes de la salida del sol. Disfrutaba del silencio sepulcral que precedía a la rutina matutina, la quietud de las estancias dormidas, las sombras en cada esquina y los sutiles quejidos de los viejos engranajes de la casa. 

Tras besarla en la frente cuidadosamente, dejó a su mujer en la cama y se levantó, se calzó sus mullidas zapatillas de felpa y anudó el cinturón de su bata. Su hija dormía apaciblemente en la habitación contigua entre peluches de ojos vidriosos bajo un dosel de tul color rosa. La arropó y le acarició la mejilla con delicadeza. Papa te quiere.

Un café y una ducha era todo lo que necesitaba para encarar el día en la comisaría con entereza. La cocina se hallaba ubicada en la otra punta de la casa y caminó por el pasillo a oscuras, recorriendo la pared con los dedos, para no molestarlas. Después de dos giros llegó a su destino y encendió el interruptor de la luz. La enorme casa donde vivían en el corazón del pueblo era el resultado de haber unido las dos plantas bajas vecinas de los abuelos de ambos. Tras las correspondientes reformas de las instalaciones y rediseño de espacios, Leonor había conseguido crear una casa cómoda y confortable, de líneas sencillas y muebles contemporáneos, que convivían con objetos reconvertidos en guiños evocadores de otras vidas que antaño dieron calor a sus muros: radios antiguas, planchas de hierro forjado, una máquina de coser a pedal y hasta dos palancaneros restaurados por ella.

Ambos se sentían cómodos en aquel lugar centenario donde sus familiares habían vivido una vida sincera, sin sobresaltos ni ambiciones vacías. Ellos mismos habían aprendido a caminar por sus eternos pasillos sin ventanas. De niños habían jugado a esconderse tras los robustos muebles, dentro de los armarios alzados sobre macizas patas zoomórficas, y de adolescentes habían resuelto sus crisis existenciales comiendo castañas tostadas, sentados a la puerta de la calle. Hoy era su hija Luz quién paseaba a sus muñecas de habitación en habitación, congraciándose con los recuerdos dormidos de sus antepasados que la miraban desde retratos ovalados que colgaban de las paredes.

Foc se levantó de su colchón para ir a saludarlo mientras él introducía una cápsula en la cafetera. La perra le lamió la mano con devoción y esperó paciente la leche en su cuenco. ¿Cuidarás de las chicas en mi ausencia?, susurró mientras le acariciaba detrás de las orejas.

La luz de la mañana aún no había quebrado la densa oscuridad de la calle con su luz y las gentes dormían plácidamente al otro lado de sus ventanas ciegas de cortinas echadas. David Zanón salió a la negrura de la noche que agonizaba vestido con un traje azul oscuro de corte clásico, cerró con sigilo la puerta de su casa y le dio una vuelta a la llave en la cerradura. El corazón del pueblo se hallaba sumergido en sombras y formas difusas. Frente a su planta baja, a escasos metros, se alzaba armoniosa la pequeña iglesia de San José, con sus rígidos y austeros muros de ladrillo compacto sin apenas vanos laterales y ese aspecto humilde de santuario intemporal, cuyos escasos atributos en forma de cruz griega coronando la fachada y un modesto campanario, le conferían cierta dignidad admirable en su sencillez.

Permaneció quieto en la acera unos instantes, con su maletín en la mano, mientras trataba de distinguir un bulto confuso que se aproximaba calle abajo a paso de animal herido. Esperó pacientemente para ver llegar envuelta en un tupido chal oscuro, a una anciana menuda con la espalda visiblemente encorvada. Sus pasos cortos pero decididos recorrían la calle con determinación en dirección al portón de la iglesia sin apenas alzar la vista del suelo. Protegía su cabeza con un escueto pañuelo negro anudado bajo la barbilla y calzaba zapatillas de andar por casa del mismo color. David echó un vistazo rápido a su reloj de muñeca. Las 5:50 am.

- Buenos días señora Rosario.

La anciana lo miró de soslayo sin detener su marcha.

- Bon día inspector.

Él la miró desde su aventajada altura mientras ella se esforzaba en continuar su trayectoria para alcanzar a tiempo la puerta trasera de la rectoría y agarrar con toda la fuerza que le permitieran sus ajadas manos la gruesa cuerda que descendía desde el campanario.

- ¿Y usted cree que es realmente necesario empezar a dar las horas a las seis de la mañana? – preguntó esbozando una media sonrisa.

La mujer detuvo su paso abruptamente apretando sus finos labios en una mueca de fastidio. David temió que no fuera a llegar a tiempo a su cita de las seis, y que el resto de ancianas del pueblo que esperaban el tañido de la campana para salir de sus camas no supieran reaccionar al ver alterada su rutina.

- Vosté creu que els bandits no matinen? – contestó la mujer visiblemente ofendida, alzando levemente el tono de su voz, para acto seguido continuar andando a la vez que musitaba palabras ininteligibles que denotaban un evidente desagrado.

David subió a su coche y se acomodó en el confortable asiento encendiendo la calefacción. El Mercedes se deslizó apenas unos metros cuando el sonido de la campana se derramó por las calles dormidas. En la radio una voz grave anunciaba un descenso de las temperaturas a lo largo del día. 

Ocurrió en apenas un instante. Un destello de claridad inesperada llamó su atención cuando dirigió un vistazo distraído al espejo retrovisor y frenó en seco.

Para su asombro, vio a Leonor saliendo de su casa y cerrando la puerta a sus espaldas. Su mujer descalza y con un leve camisón de seda beige. Su pelo revuelto sobre el rostro a penas le dejaba identificar la expresión de su cara. Salió del coche visiblemente preocupado, pero ella pareció no verle, pese a que se encontraba a escasos metros de distancia. Asistió pasmado al decidido caminar de ella, sus manos apenas se rozaron cuando ella pasó por su lado con la mirada perdida y la piel de gallina.

- Leo. Leo, ¿me escuchas? - pero ella parecía no ver nada.

Después de unos instantes de estupor inicial, David se quitó la chaqueta y le cubrió los hombros, pero ella no respondió con reacción alguna, únicamente siguió caminando motivada por un deseo inconsciente más fuerte que su voluntad. Él sintió impulsos de alzarla en volandas y llevarla de vuelta a casa, pero consideró que podía ser perturbador obligarla a emerger de su estado de trance y decidió seguirla sin alterar su marcha. Quería saber a dónde se dirigía y sobre todo si aquellos paseos sonámbulos eran recurrentes.

Cuando llegaron a la carretera que limitaba con el pueblo sus pies descalzos siguieron avanzando, cruzándola sin vacilación. Él miró nervioso en una y otra dirección, temeroso de que los sorprendiera algún coche que surgiera repentinamente de la nada. Si ella hacía este recorrido sola habitualmente era demasiado peligroso. Al otro lado se desplegaba la espesura de la pinada envuelta aun en las sombras de la noche.

Leonor se adentró en el bosque. Sus pies descalzos pisaban insensibles la tierra barruntada con palos y pinocha. Las zarzas de espinos arañaban sus tobillos pero ella se mostraba impasible caminando por entre los senderos sinuosos, apartando ramas a su paso mientras acariciaba los rugosos troncos de los árboles. Él la seguía muy de cerca, intentando adelantarse a sus movimientos para apartar los obstáculos de su camino. 


Allí dentro, resguardados bajo las ramas y el follaje, el frío no era tan afilado, pero los primeros rayos de la mañana apenas se colaban por entre las copas de los pinos y la oscuridad resultaba inquietante. Sabía a donde se dirigía ella, lo había sospechado desde que la vio salir de su casa sonámbula, descalza y con su leve camisón.


Siguieron avanzando sobre la tierra húmeda hasta llegar a un punto donde las ramas de los árboles se secaban y retorcían, y las enredaderas dejaban de trepar. Surgieron a la claridad de un terreno árido y despejado. Allí, envueltas en su imperturbable halo de tristeza, se encontraban imponentes y frías las ruinas de La Casona. Allí estaban los pedazos de los sueños rotos de Manderley.

La proximidad del mar atrajo hasta ellos una brisa salada y el sonido lejano del graznido de las gaviotas. Leonor siguió caminando, arrastrada por un deseo mayor que su voluntad, hacia la que había sido su casa durante aquellos años de juventud ahora difusos. Se adentró entre los escombros de sus antiguos muebles y David intentó detenerla agarrándola de la cintura, pero ella se zafó de su abrazo con rabia y siguió caminando.

Por fin se detuvo y se sentó en lo alto del tramo de escalera que había sobrevivido al incendio. David contempló los restos de la barandilla de hierro forjado, el material estaba oxidado y mostraba salientes que podían ser peligrosos si ella hacía un mal movimiento. Los rayos del sol empezaban a crear destellos luminosos en su pelo rubio y el viento se colaba por debajo de la tela de su camisón.


Ella continuó mirando al frente, sin acusar aun su presencia, sumida en un mundo de recuerdos y alaridos fantasmales. De pronto levantó los brazos al cielo. El sonido de las olas del mar se hizo más fuerte al romper sobre la arena, los árboles se estremecieron imperceptiblemente y las alas de una gaviota insolitamente grande acariciaron el cielo a sus espaldas. El ave descendió planeando y giró en círculos sobrevolando a Leonor, que se mantenía ajena a la realidad que él conocía. 


Agarró un pedrusco para espantar al animal de una pedrada, pues volaba demasiado cerca, pero entonces este plegó sus alas y se posó junto a ella, permaneciendo muy quieto a su lado. David observó perplejo e incómodo, mientras apretaba la piedra entre sus dedos, aquella imagen incongruente de ojos vacíos, animales y humanos, y decidió que ya era hora de marchar de allí. Su reloj de pulsera marcaba las siete, su hija despertaría en una hora y Foc empezaría a inquietarse y aullar al acusar la ausencia de su ama.


Cuando ya había resuelto cogerla en brazos y llevársela de allí, ella le habló.

-  ¿Sabes que van a volver? – le preguntó con un deje quejumbroso e infantil.

Él sintió un escalofrío. Recordó las huellas embarradas subiendo las escaleras de aquella casa ahora en ruinas.

-  Ahora tenemos que irnos – sentenció él. Y le pareció que la gaviota clavaba en él sus ojos redondos y diminutos con reprobación.

Ella asintió resignada y suspiró encogiendo los hombros. La cubrió con su chaqueta de nuevo y la tomó entre sus brazos. Sus piernas estaban magulladas y sus menudos pies llenos de arena oscura. Se la llevó a paso ligero de vuelta a casa por entre la espesura, protegiéndola como a una niña que ha perdido el rumbo y necesita amparo. Antes de abandonar el claro, miró hacia atrás con aprensión. No deseaba volver allí, era un lugar hiriente y oscuro. Vio a aquel arrogante pájaro mirando en su dirección, quieto en lo alto del último peldaño de aquella escalera que ya no llevaba a ninguna parte, mirándolos marchar, inmutable.

Cuando ya llevaban más de medio camino recorrido Leonor comenzó a llorar escondiendo el rostro en el pliegue de su cuello. Pudo notar la humedad de sus lágrimas escurriéndose por la superficie de su piel, deslizándose por el interior de su camisa. Continuó sollozando el resto del trayecto, respirando entrecortadamente, abrazada a él, y cuando por fin, tras el sofoco, la dejó dormida sobre la calidez del edredón de su cama, sus párpados y mejillas estaban anegados de lágrimas.

Él permaneció allí sentado, observándola mientras dormía, acunada por su dolor e impotente ante sus secretos. A las ocho en punto sonó el despertador. Ella se revolvió y se estiró sobre las sábanas. Sus ojos se encontraron.

- Buenos días, ¿qué haces todavía aquí? – le inquirió dulcemente acariciando su mejilla.


-  Hoy he preferido verte despertar.





sábado, 13 de agosto de 2016

El Ángel caído. 2016



Cuando el despertador sonó a las siete de la mañana con su irritante timbre metálico, él ya llevaba un buen rato despierto, cavilando sobre la reunión que mantendría aquella tarde con el director general de la empresa. Esperaba que le recompensaran por sus logros del último año. Había conseguido que el rey de los libros de autoayuda a nivel internacional firmase una permanencia de cuatro años con su editorial. Además, uno de los manuscritos amateurs por los que había apostado, había llegado a coronar las listas de los best sellers de todo el mundo con su temática erótica, aun cuando todos le habían advertido que era un género abocado al fracaso.

Se duchó pensando en todo el material que aún tenía que revisar y que aguardaba en una pila interminable de carpetas sobre la mesa de su despacho. Debía realizar un estudio de mercado por países y buscar temáticas e hilos argumentales que se adaptaran a los anhelos sociales de cada comunidad. Mientras se afeitaba, pensó en las propuestas innovadoras que le presentaría al director para relanzar la carrera de sus escritores estrella por medio de giras promocionales. Quería causarle buena impresión demostrando iniciativa y entusiasmo. Aquel hombre parecía un buen tipo, debía preguntarle por su mujer, pero por más que intentó ponerle cara no logró acordarse ni de ella ni de su nombre. Demasiada gente en la fiesta de navidad. Seguro que Isabel se acordaría.

Se anudó la corbata, con movimientos ágiles y precisos, y se peinó a conciencia, mientras ensayaba ante el espejo esa mirada intensa de ceño fruncido, que a su juicio, le hacía parecer profundamente interesado en cualquier tema. Unos nudillos golpearon la puerta del baño.

- Papá, buenos días.

Cuando abrió, Celia lo estaba esperando con su pijama de estrellas y una sonrisa bienintencionada llena de alambres.

- ¿Pudiste leer mi redacción anoche, papá?. ¿Qué te pareció? - le preguntó con ojos brillantes mientras contenía el aliento.

Dos toques de colonia y ya estaba listo. La redacción de su hija se le había antojado demasiado larga cuando llegó a su casa la noche anterior, después de toda una jornada leyendo textos pretenciosos de aspirantes sin talento.

- Esta noche la leo sin falta, cariño - le prometió sin demasiada fe mientras se colocaba la americana.

El mohín de su boca lo desesperó, andaba con el tiempo justo para tomarse su café y no tenía tiempo para abordar un pequeño drama doméstico. Ella lo miraba implorante tras los mechones de su pelo desgreñado. Su cara hinchada aun delataba las marcas de los pliegues de las sábanas.

- ¡Pero hoy se va a publicar el artículo en la web de la escuela! Quería que me dieras tu visto bueno - se exasperó ella.

Y él la apartó sutilmente para dirigirse a la cocina. Celia lo siguió con su decepción a cuestas y unos pasos sordos de calcetines. Isabel ya le había preparado su taza de café con leche junto a una tostada que aguardaba sobre la barra. Se acercó y dio un beso mudo a su mujer en la mejilla.

- Confía en ti misma Celia - le dijo dándole unos golpecitos en la espalda - . Solo es un artículo de instituto. Está bien que te impliques - bebió un gran trago de su taza-, pero tampoco es algo que vaya a ser determinante para tu expediente académico. En cambio, deberías centrarte más en las matemáticas. - Su hija lo miró con odio manifiesto -. Lo leeré en cuanto pueda, de verdad, te lo prometo - y la besó en la coronilla.

Echó un vistazo a su reloj de pulsera. Le gustaba ser de los primeros en llegar a la oficina. Su mujer estaba envolviendo en papel de plata el almuerzo de Celia.

- Estás rara. ¿Te has hecho algo? - le preguntó.


Ella lo miró sorprendida y durante unos segundos permaneció inmóvil mirándolo con una expresión indescifrable que lo inquietó. Pasados unos instantes eternos le dedicó una sonrisa muda que a él se le antojó un poco forzada.

- Nada en especial - respondió al fin distraída mientras colocaba los sandwiches dentro de la mochila.

Le dio el último beso de rigor, cogió su maletín y salió de la casa. Mientras conducía pensaba en cómo le malhumoraban esas reacciones de ella. Qué demonios le había picado. Ella no tenía que ir a trabajar. Gracias a él ella había podido quedarse en casa con su hija. Vivía relajada y sin preocupaciones. No sabía que más quería.


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En la oficina los teléfonos comenzaban a revivir y el parloteo de la gente cada vez cobraba más intensidad a medida que se iban desgranando las anécdotas del fin de semana. Sus pasos enfilaron decididos el camino hacia su despacho mientras dedicaba sonoros saludos a diestro y siniestro. Se detuvo frente a la mesa de su secretaria y la saludó con una sonrisa cargada de intenciones. Hoy estaba realmente seductora con ese carmín rojo en los labios y el pelo recogido en un moño alto que dejaba su fina nuca al descubierto. Sabía que ella esperaba que él la piropeara para luego bajar la vista falsamente azorada.

- Buenos días Carmen. Estás radiante. ¿Has echado de menos al jefe este fin de semana?

La joven se ruborizó y se recolocó un mechón de pelo caído detrás de la oreja, mientras él se encerraba en su despacho sabiéndose encantador.

La mañana transcurrió entre folios y cafés cargados. Intentaba volver a descubrir un texto con gancho que atrapara a la gente cansada de su rutina y ávida de nuevas sensaciones, tal y como había sucedido con las amas de casa y las novelas eróticas. Comió a penas una ensalada envasada sin levantar la mirada de los textos que apuntaban maneras, y después de varias decepciones, se dispuso a preparar su reunión de las seis de la tarde.

Cuando estaba consiguiendo hilar un discurso elocuente e innovador, su secretaria le advirtió de la llegada de Ana Sánchez. No, Dios mío. Una aficionada cansina con delirios de grandeza que lo hostigaba en busca del contrato de su vida. Aquella chica no se daba por vencida. Era la tercera vez en aquel mes que se atrevía a presentarse en las oficinas con sus gruesas gafas de pasta y sus kilos de más, para preguntar por el curso del manuscrito que había enviado. Y lo cierto era que tras haberla visto la primera vez, su aspecto y su voz le habían desagradado tanto que había desterrado su texto a la papelera de reciclaje de su buzón sin ni siquiera leerlo.

Mientras ella parloteaba frente a su mesa con el sudor perlándole la frente, pensó que si mandaba inhabilitar el ascensor, la próxima vez no se atrevería a subir los cuatro pisos que los separaban de la calle. Después de instarle a que se marchara asegurándole tajantemente y sin paños calientes que su trabajo no cumplía con los estándares de calidad exigidos por la editorial, se dirigió a su reunión. Le fastidió que su primer pensamiento tras darle la mano al director gerente fuera para aquella alma en pena que se había marchado presa de un llanto inconsolable.

No obstante, cuando llegó el momento de darlo todo, se sintió confiado y encantador. El director era un hombre receptivo que valoraba sus aportaciones. Intercambiaron posturas sobre las líneas que debía seguir la editorial y barajaron nuevos enfoques. Antes de las siete de la tarde ya tenía su ascenso asegurado. Se le propuso una mejora de contrato que implicaba más sueldo y menos presencia en casa, pues debía viajar regularmente a las sedes de la empresa en otros países, pero él recibió la noticia con entusiasmo y un falso espíritu de sacrificio.

Salió de la oficina alrededor de las diez de la noche cuando el edificio entero se adivinaba vacío y silencioso. Su estómago rugía y sentía la cabeza embotada. Descendió en soledad en un ascensor extrañamente vacío aferrando el maletín con las condiciones de su nuevo contrato. Se despidió del portero que dormitaba en su silla y salió a la calle. Su coche era el único que quedaba en la zona de aparcamientos.

De pronto se detuvo, había un bulto de grandes dimensiones sobre el capó de su BMW negro. Aceleró el paso. A medida que se aproximaba le pareció discernir la volumetría inerte de unos brazos y unas piernas. ¿Pero quién ...?. A dos metros de distancia se detuvo reacio e incrédulo. Una chica rubia, de piel clara, yacía tirada encima de su coche. Instintivamente miró hacia arriba, hacia las ventanas de su edificio de oficinas, y presa de la más profunda extrañeza, volvió a mirarla sin apenas parpadear. ¿Aquello eran alas?. Permaneció inmóvil, con la mandíbula ligeramente descolgada. Entonces ella abrió lentamente sus párpados de espesas pestañas, para descubrir unos ojos abismales de una tonalidad verde extrañamente iridiscente.

- Me he caído - dijo mientras señalaba con su dedo índice hacia la oscuridad del cielo.

Y él en su estupor, no supo qué decir ni qué hacer cuando ella, con un rictus de dolor en el rostro, se incorporó con dificultad hasta quedarse sentada frente a él, desplegando a su espalda unas imponentes alas de plumas blancas. Se limitó a permanecer allí, aferrando su maletín como si fuera su único anclaje a una realidad conocida, mirándola fijamente sentada en el capó de su coche, vestida con unos simples vaqueros cortos y una camiseta blanca. La vio levantar su hombro izquierdo y contraer su rostro en una mueca de dolor.

- Es esta ala - dijo apenada -. Creo que se ha quebrado. Me duele tanto - y rompió a llorar en silencio.

Él sintió la boca seca y tragó saliva. Aún no había alcanzado a pronunciar una palabra, ni siquiera a pestañear, y empezaba a sentirse un idiota. Doblegando su voluntad, arrancó a dar unos pasos hacia ella, hasta que sus piernas rozaron la matrícula del coche. La tenía tan cerca que podía oler el aroma dulzón de su pelo. Su piel lucía tersa y satinada y sus ojos estaban anegados de lágrimas. Alzó la mano y le acarició lentamente el brazo. Si era su sueño tenía derecho a hacerlo y ella lo observó pasivamente. Cuando fue a besarla atraído por sus labios rosados ella colocó su mano de por medio y lo apartó sutilmente.

- No estoy aquí para eso.

Plegó sus alas y subió al asiento del copiloto con cierta dificultad.


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Giró la llave de la puerta de su casa mientras aferraba en sus brazos a aquella joven de ensueño que lo abrazaba con amor. Al fondo se escuchaba el sonido del televisor en el salón. Su mujer lo esperaba despierta. Su hija ya dormía plácidamente en su habitación. Cerró la puerta de la calle cuidadosamente y se dirigió a la habitación de invitados sin soltar su preciada carga.

- Javier, ¿estás en casa? - inquirió su mujer desde el comedor.

- Ahora voy - alcanzó a contestar mientras entraba en el cuarto, y tras apartar las sábanas recostaba a la muchacha sobre la cama. Le quitó las zapatillas con delicadeza y la cubrió con las sábanas. Con suavidad extrema le apartó el pelo de la cara y enjugó sus lágrimas de dolor. Tras prometerle que volvería, cerró la puerta y se fue al salón.

Cuando entró, vio a su mujer en pijama acomodada en el sofá, con un turbante en la cabeza que le tiraba el pelo hacia atrás. Ella lo miró reprimiendo un bostezo y le dedicó una sonrisa al tiempo que alargaba su mano hacia él.

- ¿Cómo ha ido la reunión?.

La reunión. Se dejó caer junto a ella en el sofá. En otra vida la reunión había sido crucial. Antes de su ángel.

- Bien, pero ahora estoy muy cansado. Ya te lo contaré mañana - se excusó torpemente.

- Claro - convino ella desviando la mirada para esconder su decepción. Se dieron un beso en los labios y ella se fue hacia la puerta. Su pecho se estaba vaciando de abrazos y la soledad dormía a su lado cada noche.

- Por aquí en casa todo normal - dijo antes de cerrar la puerta tras de sí. Si es que te interesa.

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La casa se encontraba sumida en el silencio cuando él se despojó con ansia de la chaqueta y la corbata. Llenó un vaso de leche y entró a la habitación de invitados. Ella seguía allí, inmutable bajo ese aura de candidez, descansando bajo la tenue luz de la mesita de noche con sus alas plegadas. Cogió una silla y se sentó a su lado. No podía dejar de mirarla, en la profundidad de sus ojos había descubierto algo que era tan suyo, tan familiar, que le hacía sentir un niño de nuevo. Observó como bebía el vaso de leche con avidez hasta apurar la última gota, después ella lo miró con agradecimiento y ternura.

- Tenemos que empezar ya. Tengo muchas cosas que contarte. Dame la mano.

Él tomó su mano confiado. Cierra los ojos. Y por un momento solo hubo oscuridad e incertidumbre. Después, un torrente de imágenes incesantes asaltó su retina sin previo aviso. Al principio no entendió lo que veía, demasiado volumen de información que no podía procesar: murmullos, pensamientos, sueños de otros. Hasta que poco a poco todo se focalizó en una sola persona. Su hija.

La vio gatear hacia él, dar vueltas en la noria infantil de la feria de navidad, caerse de aquel tobogán y perder un trocito de diente delantero por el golpe, montar en su bicicleta rosa sin ruedines por primera vez y soplar las velas de su tarta en su trece cumpleaños el pasado verano. La vio frente a la pantalla de su portátil escribiendo y borrando, indecisa y malhumorada. La vio en su habitación llenando hojas enteras de su libreta para luego arrugarlas y tirarlas al suelo. Escucha sus pensamientos le dijo su ángel. Y sintió el pesar de ella por no ser capaz de arrancar algo de vida de una hoja en blanco y así poder cautivar el orgullo de su padre.

No abras los ojos aun. La mano de ella agarraba la suya con firmeza. No tengas miedo. Un nuevo torbellino de imágenes lo asaltó de repente. Ya no estaba su hija, era otra historia, otro libro. 

El de una niña obesa que siempre quedaba como última opción cuando se formaban los equipos de baloncesto en el colegio. La vio llorar por no ser invitada a algún que otro cumpleaños, y fingir que no había escuchado la palabra gorda, cuando pasó por al lado de la chica que ocupaba el asiento trasero de la moto del chico que le gustaba. Vio como sus entrevistas de trabajo duraban apenas cinco minutos y sus ganas de desaparecer. Pero ella es fuerte, le aseguró su ángel. Y pudo ver como amparada en la invisibilidad de la red había dado rienda suelta a sus pensamientos tras la pantalla de su ordenador, publicando historietas y vivencias divertidas en clave de humor que generaban cientos de likes y opiniones entusiastas. Y él ni siquiera se había dignado a leer su texto. Y la había echado de su oficina sin el menor tacto.

- Necesito abrir los ojos - rogó él. Empezaba a sentirse realmente incómodo consigo mismo.

La manó de ella se relajó y volvió a la realidad de su casa, allí estaban los muebles austeros de la habitación de invitados, las láminas paisajísticas, el armario... y ella. Parecía tranquila y serena recostada sobre los almohadones. Le sonrió. Su expresión era tierna y sincera.

- Ya me siento mejor - alcanzó a decir profiriendo un leve suspiro.

- ¿Cómo es posible? - preguntó él.

Entonces ella se incorporó y estirando su mano lo atrajo hacia sí. Sus mejillas se rozaron.

- Porque tu corazón son mis alas.

Y antes de poder hacer suyas aquellas palabras volvieron las imágenes a gran velocidad. 

La facultad y aquella clase del Siglo de Oro, cuando aún no peinaba canas, y a su lado Isabel, ávida de preguntas y constantemente inquieta, con su melena corta y su flequillo recto. La vio reír sonoramente por los pasillos mientras hablaba con sus amigas y brincar en lugar de caminar. La alumna brillante de matrículas de honor que le asesoraba en los trabajo de investigación, siempre había sido más inteligente que él. La vio exultante tras conseguir su primer trabajo como becaria en la universidad y a otros hombres queriendo conquistarla. Luego su boda, sus despertares de sábanas revueltas y su embarazo. 

Quería abrir los ojos, no quería ver más, porque sabía que dolería, pero también sabía que ella, su ángel, no lo dejaría marchar y él no quería irse de su lado, así que continuó observando desde otra dimensión, con una opresión creciente en el pecho, pues sabía lo que  venía ahora.


Su mujer haciéndose cargo de la niña, de sus camisas, sus almuerzos... Ella dejando su trabajo con tristeza, comprando sola, cosiendo uniformes, cuadrando horarios. ¿Dónde estaba él?. Ella hojeando los álbumes de fotos de su primera época para reencontrarse con la chica risueña que había sido en otro tiempo y en otro lugar, la que lo había enamorado sin condiciones. Ella en la peluquería cortándose el flequillo como entonces. Y él ignorándola bebiendo a sorbos su café.

Sus ojos comenzaron a derramar cálidas lágrimas. Hacía mucho tiempo que no lloraba y sintió un ligero picor en el pecho. Eso está bien le dijo ella, y le pareció que lo acunaba con un abrazo maternal de agua. Las olas del mar de su niñez lo mecían de un lado a otro y su tristeza se fundía con la espuma.


Llegaba otra historia.

Las olas lo devolvieron a la orilla y se sentó en la arena un tanto aturdido. A su lado una chica bronceada tomaba el sol en bikini. Carmen lo saludó con la mano y siguió enviando mensajes por el móvil. Su secretaria se tostaba al sol, descaradamente sensual y despreocupada.

Un parpadeo y ya no estaban en la playa. Ahora ella reía en brazos de su abuelo y luego bailaba en la función de fin de curso mientras recibía orgullosa el aplauso de sus padres. Carmen besando a un chico en un portal oscuro y admirando con devoción el lienzo del altar de una iglesia barroca. La vio de Erasmus en una universidad italiana, becada por sus excelentes notas, y luego, buscando trabajo con determinación a su regreso a España. Y allí estaba él haciéndole la entrevista. Ni siquiera recordaba que era licenciada en Historia. Era una buena chica.

Cuando abrió los ojos su ángel seguía allí sonriéndole y mirándole de forma compasiva. Sus mejillas lucían sonrosadas y ya no había rastro de dolor en su expresión. En cambio él sentía un gran pesar y un cansancio extremo. Ella se echó a un lado de la cama y lo invitó a dormir a su lado. Con dulzura lo acogió en sus brazos y permanecieron abrazados en silencio. Su piel olía como aquellas tardes de su infancia, cuando su madre revolvía el azúcar al fuego para hacer piruletas de caramelo. La abrazó más fuerte y se quedó dormido envuelto en su aroma. Te quiero mucho, Javier. Y él no soñó con nada.


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A la mañana siguiente lo despertaron unas caricias y unos besos tiernos que estimularon sus sentidos. Cuando abrió los ojos, Isabel, recostada sobre él, lo miraba con preocupación.

- Has dormido aquí. Ni siquiera te has quitado la camisa y el pantalón - lo regañó con dulzura sin ánimo de sermonearle. Hacía mucho tiempo que había asimilado el espacio creciente entre los dos.

Él miró a ambos lados con urgencia pero allí no había nadie más que ellos dos. Sobre la mesita de noche, un vaso lleno de leche intacto. Agarró el rostro de su mujer y lo atrajo hacia si para besarla lenta y amorosamente.

- Estás preciosa con ese corte de pelo - su halago era sincero. Lo estaba.

Y antes de que ella pudiera responder, la agarró y la tumbó en la cama para hacerla suya con devoción y entrega de amantes reencontrados.


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Se tomó su tiempo para ducharse y vestirse. Siempre llegaba de los primeros a la oficina así que nadie se atrevería a ponerlo en evidencia. Antes de marcharse debía hacer algo de vital importancia. Su tazón de café lo esperaba en la cocina, así que tomó asiento en un taburete alto y abrió su portátil. El periódico del instituto de Celia se componía de artículos de opinión, entrevistas a profesores y antiguos alumnos y fotografías del equipo de fútbol.


El estimulante trabajo de mi padre. Por Celia Diez.


Y a lo largo de cuarenta líneas fue partícipe de la visión que su hija atesoraba de su trabajo, que entendía como una suerte de misión humanitaria, un descubridor de talentos y mecenas comprometido con el arte. ¿Cómo podía pensar que era tan bueno si en los últimos tiempos había trabajado con la sensibilidad dormida?. 

Clicó COMENTAR PÚBLICAMENTE y escribió:


Tú eres mi inspiración para querer mejorar cada día


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Cuando llegó a la oficina le pareció que había pasado mucho tiempo desde que había estado allí por última vez. Todo continuaba en el mismo lugar pero parecía muy distinto. Incluso la gente tenía otro color. Quizá él también lucía diferente.



Saludó a Carmen con una sonrisa franca, evitando cualquier insinuación o expresión ambigua, y se encerró en su despacho.

Lo primero que hizo tras abrir su correo fue rescatar el texto de Ana Sánchez de la papelera de reciclaje. Los siguientes noventa minutos los pasó riendo a carcajada limpia gracias a las desventuras narradas en clave de humor y en primera persona, de una protagonista poco agraciada que vivía en un tiovivo emocional de novios indecentes y traumáticas fajas. Cuandó acabó de leer el texto abrió de golpe la puerta de su despacho con una expresión en el rostro de innegable entusiasmo. Su secretaria lo miró alarmada.

- Llama a Ana Sánchez y dile que soy un idiota y que la amo. Su libro es un filón. Miles de personas socialmente inadaptadas van a identificarse con esta chica.

Carmen lo miró recelosa.

- Oye, ¿estás bien? - le preguntó de repente. Ese día no la había rondado, ni siquiera le había dedicado un pícaro comentario sobre su blusa de generoso escote - . Parece  que estás en otro mundo.


Él apoyó los nudillos sobre la superficie de su mesa y se reclinó hacia delante sobre ella, que permaneció sentada, humedeciendo sus labios lentamente, esperando a que él se le acercara más allá de lo cordialmente admisible.

- No me pasa nada - respondió condescendiente -. Solo que eres una chica preciosa y buena, y no mereces que alguien como yo te haga perder el tiempo.

Sorprendida, se irguió en la silla con la espalda muy recta abandonando su languidez del instante anterior y clavando la mirada en los garabatos del bloc de notas de su mesa. ¿Había hecho algo mal?.

Él se metió de nuevo en su despacho solo para volver a salir cinco segundos después. Ella lo miró de soslayo. Aquello era muy raro. ¿La iba a despedir?.

- ¿Tú que haces exactamente a parte de coger el teléfono? - la interrogó de pronto.

Ella se revolvió en su silla.

- A veces contesto correos - contestó incómoda.

- Muy emocionante - sentenció él. 

Y a ella le pareció que él se estaba burlando. Con la congoja en la garganta, se le ocurrió coger su bolso y marcharse, pero entonces tres manuscritos con encuadernación de gusanillo cayeron sobre su mesa haciendo tambalearse el bote de bolígrafos.

- Léelos y elige uno - le exigió sin miramientos apuntándole con el dedo índice para enfatizar sus palabras - . Elige el que recomendarías a tus amigas.

Ella dio un respingo y se llevó la mano a la boca.

- Entonces - titubeó- ¿mi opinión cuenta?.

Él le tendió la mano para sellar sus intenciones con un honesto apretón y ella le correspondió con firmeza.

- Tu opinión claro que cuenta.



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Aquella noche salió de la oficina más ligero, sin arrastrar la mochila llena de piedras que había cargado a la espalda los últimos años. Aquella tarde había llamado al director general y había rechazado su nuevo cargo como Coordinador de Proyectos Internacionales. Ya no estaba dispuesto a pasar más horas en un avión que en su propio hogar.

Muy a su pesar, no encontró a ninguna joven angelical caída sobre su capó. Por un momento se dejó embriagar por el recuerdo de las imágenes y sensaciones de la noche anterior, cuando ella lo envolvía con su abrazo en su habitación de invitados. ¿Cómo iba a poder olvidarla ni si quiera un solo día?.


Antes de subirse al asiento del conductor dirigió una mirada cómplice a la oscuridad del cielo y lanzó un leve beso al aire. A partir de ahora, iba a hacer que su ángel de la guarda estuviera orgullosa de él.