Capítulo 4. No vengas a por mí.
Leonor se levantó de la cama sigilosamente y se puso la bata para protegerse de la frescura de la madrugada. David dormía profundamente vuelto de espaldas en el otro extremo del colchón. Su respiración era sonora y pausada. El reloj digital de la pantalla del móvil marcaba las 03:00 a.m, lo cogió para distraerse con las noticias de última hora del navegador y salió a la oscuridad del pasillo. Notó el pelo suave de Foc rozando sus piernas y siguiendo fielmente sus pasos. En la habitación contigua, Luz dormía confiada, abrazada a su oso de peluche. La miró, diluida en la penumbra, y deseó que soñara con parques y canciones de niños, para que su mente pudiera descansar de aquellas insólitas visiones, a las que ya se había acostumbrado a tan corta edad.
Recorrió a tientas el largo pasillo que se doblaba en ángulos que conocía a la perfección y llegó hasta la cocina. Envuelta en la oscuridad y con su perra siguiéndola de cerca, abrió la nevera. Desde la conversación con su abogado sobre el posible regreso de Esteban la ansiedad no le daba tregua, el sueño se le había tornado ligero y la necesidad de comer angustiosa. En la balda más alta vio unas natillas de chocolate blanco. Resopló. Le disgustaba que David colocara allí la comida más apetecible, pues ella no alcanzaba tan fácilmente. Cogió una silla y se subió para cogerlas. Foc la miró ladeando la cabeza y emitiendo un gruñido de protesta. Probablemente le parecía muy pronto para andar encaramándose a los muebles.
- Calla, no seas tonta - le rogó tras hacerse con su objetivo y bajar al suelo de un salto.
Se sentó a la mesa y agotó con voracidad el contenido de dos sabrosos recipientes, relamiendo la cuchara con satisfacción, mientras leía los titulares de los últimos vaivenes del corazón de los personajes televisivos. Bah, todo mentira, ¿quién puede estar perfecta las veinticuatro horas del día?. Abrió un tercer envase y se lo ofreció a Foc, que ya había perdido las esperanzas de recibir ningún tentenpié de madrugada, y aceptó de buen grado sacudiendo la cola. Leonor recordó los atracones tras la puerta del baño en sus años de bailarina profesional, la vergüenza y el alivio que sentía a partes iguales. Ahora eso importaba un comino. Era la única manera de sobrellevar la incertidumbre, se decía a sí misma para desterrar la culpa con convicción.
Con el estómago lleno volvió a deslizarse bajo el edredón más sosegada. El cuerpo de David desprendía una calidez dulce y embriagadora, pero ella seguía sintiendo la sensación incómoda y constante de no estar completamente a salvo. Ni las rejas de las ventanas, ni la puerta blindada, ni su pastor alemán fiel y protector, significaban nada para la astucia de Esteban, que había sido entrenado para derribar murallas moviéndose con el sigilo de un felino. Esteban el seductor abría puertas donde antes había un muro ciego. Esteban el enigmático arrancaba coches sin llave. Esteban El Sicario. Cerró los ojos y evocó aquella mirada turbia que la había atrapado en otra vida. Rogó al cielo tener valor para salvarse de sí misma.
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Las primeras horas de la mañana siguiente fueron tan previsibles como las de cualquier otra mañana de martes. La rutina siempre le había dado estabilidad y sosiego. Dentro de lo cotidiano no existía la incertidumbre. En el pueblo la gente se aferraba a sus costumbres en una forma de vida plena y ella había aprendido a amar esa simplicidad. Las mujeres barrían el pedazo de acera frente a sus puertas, el tañido de las campanas vibraba en el aire y la calle del horno olía a pan recién hecho. Ella, en una suerte de ritual doméstico, desayunaba un humeante tazón de leche, se preparaba la bolsa con su ropa de ballet, dejaba a su hija en el colegio y se marchaba a su academia en el centro de Valencia. Pero no aquella mañana. Aquel día estaba decidida a emprender un camino diferente hacia un lugar más inhóspito.
Antes de arrancar, mandó un mensaje genérico a su grupo de alumnas, informándoles de la anulación de las clases de la mañana por encontrarse indispuesta. Al momento comenzó a recibir palabras de ánimo y mejoría por parte de todas ellas. Odiaba mentir. Condujo su utilitario gris hasta una zona suburbial y destartalada de la ciudad. Hacía muchos años que no había pisado sus calles pero las recordaba perfectamente. La mayoría eran edificios de protección oficial habitados por gente de escasos recursos. A penas había negocios, y los que había, subsistían a duras penas. Aparcó delante de un local sin vida, con la persiana bajada decorada con pintadas que clamaban a los transeúntes palabras obscenas. Antes de salir del coche tomó aire. Cuando bajó, el frío y los recuerdos la golpearon en la cara. En el cuarto piso del edificio de enfrente habían vivido Esteban y ella los meses que duró su romance. Si él había decidido regresar existían muchas posibilidades de que aquel lugar fuera su centro de operaciones. No le tenía miedo. Él no le haría daño. Pero quería advertirle que no se acercara a su familia jamás. Cruzó la calle y alcanzó el portal mirando a uno y otro lado con inquietud. Unos chavales sentados en un banco cercano la miraron con curiosidad y ella se abrochó los botones de la gabardina hasta arriba. Si David se enterara de los pasos que daba la condenaría por su imprudencia. Llamó con determinación a la puerta uno. Le contestó una voz de mujer mayor.
- Cartero comercial - se presentó con voz desencantada.
La puerta se abrió y los episodios del pasado se acumularon en su mente en una cascada incesante de imágenes. Lo cierto era que no recordaba el interior del portal tan deteriorado. Las paredes de yeso estaban recubiertas de suciedad y la pintura descascarillada. El suelo lucía opaco y agrietado en algunos tramos. Sobre ella, en el techo, una gran mancha de humedad amenazaba con expandirse por momentos. La puerta se cerró a su espalda con estruendo, lo que la hizo sobresaltarse repentinamente. Tranquila. El ambiente era sombrío por lo que pulsó el interruptor de la luz, pero para su disgusto ninguna bombilla se encendió. La finca no tenía hueco para un ascensor, por lo que la idea de tener que subir las escaleras entre sombras le hizo tambalear el ánimo. Incómoda comenzó a ascender deslizando su mano por la barandilla de hierro. No se escuchaban conversaciones tras las puertas y el silencio era aplastante. Contuvo el aliento. Cuando ella lo visitaba a diario, la finca estaba habitada por gente mayor que no les prestaba demasiada atención. Cuando alcanzó el rellano del segundo piso escuchó el tono de llamada de su móvil ahogado en el interior de su bolso. Lo cogió nerviosa. Era David. Lo silenció y lo volvió a guardar sin responder. En el rellano del tercer piso una puerta se abrió ligeramente a su paso sin descorrer el pasador. Por el espacio de la puerta entreabierta alcanzó a identificar a una anciana de pelo cano y batín de felpa.
- ¿Eres una prostituta? - le preguntó sin preámbulos en tono acusatorio - . Porque aquí no queremos golfas.
La hiriente acusación fue como una bofetada inesperada. Tras unos segundos de estupor inicial, alcanzó a contestar.
- No señora, no lo soy.
Y reanudó su ascenso profiriendo un sonoro suspiro de resignación. La mujer cerró la puerta con un golpe seco, corriendo con premura lo que a ella le parecieron dos pesados cerrojos.
Con el malestar adherido a la piel continuó subiendo los escalones hasta llegar a la cuarta planta. Antaño había tenido llaves de aquel piso y se sorprendió rebuscando en su bolso para encontrarlas. Estaba demasiado nerviosa. Pensó en volver sobre sus pasos, pero en lugar de eso llamó al timbre de la puerta trece y dio un paso atrás. Sentía su estómago atravesado por un puño de acero. Escuchó unos pasos tras la puerta y tomó aire. Dirigió su mirada hacia las escaleras. Era demasiado tarde. Su respiración se agitó. Cuando la puerta se abrió por fin, lo que vio la descolocó. Ante ella apareció un hombre corpulento y grueso vestido con una sudadera roja. Sus pronunciadas entradas enfatizaban la anchura de su frente, que brillaba debido al sebo de su piel, y sus ojos eran apenas dos rendijas que amenazaban con cerrarse en cualquier momento. Entre sus dedos sostenía un canuto de marihuana y Leonor tosió cuando le llegó el humo a la cara. El hombre transformó su inicial expresión de hastío en una gran sonrisa. Aquel distaba mucho de ser Esteban.
- ¿Qué se te ha perdido por aquí guapa? - inquirió sacando pecho y metiendo barriga.
Leonor carraspeó. El olor de la hierba que fumaba, mezclado con el de su sudor, empezaba a provocarle náuseas. Tenía que largarse de allí.
- Buscaba a una persona... - empezó a decir alargando las sílabas mientras escudriñaba disimuladamente el interior de un salón destartalado que nada tenía que ver con la casa que antaño conoció.
- Pues ya me has encontrado - contestó estallando en una sonora carcajada que a ella se le antojó grotesca.
Antes de que pudiera reaccionar, él ya la estaba agarrando del brazo firmemente con descaro. Ella se zafó de aquellos dedos grasientos que pretendían atraerla al interior de aquella pocilga escondida del mundo, y salió despavorida, saltando los escalones de tres en tres. Solo podía pensar en su marido y lo mucho que se enfadaría si descubriera que se había puesto en peligro de una forma tan absurda. Desde lo alto le llegaron reclamos incoherentes que comenzaron en tono de súplica y acabaron en un griterío amenazante. Pero ella ya corría por la calle, aterrada, hacia su coche. Soy idiota. Ni rastro de Esteban.
Mientras conducía de vuelta al El Saler pensó que David, como miembro del cuerpo de policía, debía tener información privilegiada sobre los últimos movimientos de su cuenta heredada. La extracción de una cantidad considerable de dinero desde una sucursal bancaria de otra ciudad no debía haberle pasado inadvertida. Dentro de las premisas de estar casada con un inspector, estaba la de ser fiel a la verdad y la de caminar siempre en el lado luminoso de la vida. Y ella nunca había tenido secretos. Hasta ahora.
La calle central del pueblo le dio la bienvenida con un saludo callado y familiar que le provocó un alivio instantáneo. A uno y otro lado se alineaban las casas bajas con puertas de madera y macetas en las repisas de las ventanas. Allí nunca pasaba nada, por eso no vivían en la ciudad. Porque hacía años decidieron que preferían dormir en paz bajo un cielo estrellado y despertar con la brisa del mar, antes que diluirse en un mar de polución y gigantes avenidas de tránsito continuo.
El corazón le dio un vuelco al encontrar el Mercedes de su marido aparcado frente a la puerta de su casa. No lo esperaba hasta la caída de la tarde. Qué puñetas hace aquí. Aparcó muy cerca de la iglesia y salió del coche. Un hombre cruzó la calle frente a ella cargando en su hombro una escopeta y sujetando con la mano un saco henchido con el resultado de su jornada de caza. Paco, El Rojet, la saludó llevándose la mano a la visera de su gorra y siguió su camino. Todo el pueblo lo llamaba así porque era hijo del único pelirrojo que había nacido allí en el último siglo, y aunque él no lo era ni lo había sido nunca, lo que lo definía a ojos de todo el mundo eran sus raíces. A falta de dos generaciones predecesoras los habitantes eran forasteros. Un apodo anclaba al lugar y daba un peso específico en la comunidad. Ella le devolvió el saludo asintiendo afectuosamente. Sabía que en su juventud había sido amigo de su padre.
- Quan vullgau, esteu convidats! - le dijo levantando el saco con la carga a modo de trofeo.
Tras agradecerle la invitación, se dirigió hacia su casa, rumiando la excusa que le pondría a David por no estar dando clases en su academia de danza aquella mañana, y lo más importante, por haber olvidado comentárselo si quiera. Cuando entró en el recibidor se encontró un hogar silencioso y dormido. Ni siquiera Foc fue a recibirla a su llegada como era habitual. Colgó sus llaves de una clavija en la pared y saludó calladamente al retrato de sus abuelos. El ruido que produjo su bolso cuando lo depositó sobre la superficie de la mesa quebró el silencio. Al otro lado del salón, sentado en una mullida butaca, la esperaba David con un semblante inexpresivo. La perra estaba recostada sobre sus pies. Solo con mirarlo a los ojos se sintió desleal.
- ¿Qué haces aquí tan pronto? - le preguntó inquieta ante su mutismo - . No te esperaba hasta la tarde.
Sobre la cómoda, aparecían sonrientes junto a su hija en una foto enmarcada tomada el año anterior durante un paseo en barca. Pero ahora él no sonreía.
- Sabes que algo no va bien - respondió por fin. Foc gimió y agachó las orejas. No estaban acostumbradas a oírlo hablar en un tono de voz tan áspero - . Hay cosas que están cambiando y temo que vayan a más... Fui a verte para asegurarme de que todo iba bien y me encontré la persiana de tu academia bajada.
David se levantó y su altura la empequeñeció de pronto. Su postura erguida creaba un abismo entre los dos. Tras su aparente calma se escondía una furia reprimida y ella se estaba arrepintiendo de haberse dejado llevar por el pasado. Se sentía como una niña inconsciente.
- Fui a dar un paseo. No me encontraba bien - contestó perpetuando su mentira con un tono de voz afectado y débil.
Él la miró negando con la cabeza, como si su comportamiento díscolo no tuviera solución. Sin ni siquiera rozarla, caminó hacia la puerta y se puso la chaqueta.
- No vuelvas a dejarme fuera - advirtió en un tono tajante que no admitía réplica.
Y se marchó cerrando la puerta tras de sí, sin despedirse con un abrazo o un beso, una sequedad anormal en él. Pero sabía que a él esa frialdad emocional le dolía más que a ella.
Cuando oyó alejarse el ruido del motor de su coche, salió de la casa enjugándose una lágrima y caminó calle arriba. Desde que se había cruzado con El Rojet, una idea le rondaba la mente. Se detuvo frente a la puerta de su casa, pintada de azul y blanco, a tan solo tres números de la suya. Colgada sobre el interruptor de llamada, una baldosa de cerámica rezaba una proverbio valenciano:
Cada ú en sa casa i Déu en la de tots
Leonor pensó que aquella frase no era demasiado hospitalaria i que definitivamente no invitaba a llamar a la puerta, pese a todo, pulsó con decisión.
La señora Antonia abrió pasados unos segundos, limpiándose las manos en su delantal. Ella forzó una sonrisa improvisada.
- Leonor, bonica! - la esposa del Rojet la recibió calurosamente.
En aquel pueblo de tres calles cualquier habitante que superara el medio siglo, la había visto crecer, y por lo tanto sentía hacia ella un cariño especial. Aquel trato familiar era agradable como un abrazo. Allí nunca se sentía sola.
- Bon día. M´agradaría parlar amb el seu home - se justificó tratando de sonar natural y cándida.
En el suelo, junto al aparador del recibidor y a los pies de la mujer, calzados con zapatillas de andar por casa, reparó en una gran caja repleta de cirios negros. Los había de todos los tamaños y no pudo evitar mirarlos con curiosidad.
- Els ciris de Tots Sants - le apuntó ajustándose las gafas - . Ja estém preparant la provessó i la misa. Pasa.
El pensar que en pocas semanas las calles del pueblo se llenarían de letanías, salmos y cirios en honor al Día de Difuntos, le erizó el vello de la nuca. Quizá no era el mejor momento para invocar a los muertos.
El interior de la casa le resultó sobrecargado en un batiburrillo de objetos pasados de moda. Había fotos de niños colgadas de las paredes, jarrones de llamativos colores, figurillas que aun conservaban las etiquetas de recuerdo del bautizo y tapetes de ganchillo sobre cada mueble. En la televisión un magazine matutino analizaba la desaparición de una adolescente. La señora Mercedes resopló y se detuvo unos instantes señalando la pantalla.
- Quant de malparit hi ha!. A la foguera tots!.
Ella asintió con la cabeza y continuaron andando al paso corto y seco que marcaba la anfitriona. La humedad de un clima costero siempre acababa pasando factura en los huesos a la vejez. El mar era un amante desagradecido que dejaba sus cicatrices. Cruzaron el salón hasta llegar a un patio interior. El Rojet se encontraba desplumando tordos sentado en una silla de mimbre. Las plumas se amontonaban en un cubo a sus pies aunque algunas flotaban de un lado a otro del patio, empujadas por el ligero soplo del viento. Aun llevaba puesta su gorra y cuando llegó parecía absorto en sus pensamientos.
- Qué se t´ofereix xiqueta? - preguntó sorprendido al verla.
Mientras esa generación viviera seguiría siendo una niña a sus ojos.
- Vullguera comprar-li una escopeta - el Rojet dejó su quehacer por un momento y la miró con interés manifiesto - . Vull regalár-li-la al meu home per a que vaja de caçera . Es una sorpresa. Vull comprar-li-la de segona mà per a començar.
David la condenaría si la estuviera escuchando, nunca había entendido la caza como afición. El año pasado había disparado a un hombre en la pierna cuando intentaba escapar tras cometer un atraco en una gasolinera con derramamiento de sangre de por medio. Las noches siguientes no había pegado ojo. Siempre decía que las armas las cargaba el diablo y que la sangre llamaba a la sangre. Una valoración llamativa para alguien que siempre llevaba un arma encima.
- La que puc vendret es una Benelli de les bones - el hombre se levantó sacudiéndose las manos y entró en la casa haciéndole un gesto para que esperara.
Leonor echó un vistazo a su alrededor. Las paredes del patio estaban decoradas con macetas colgantes que aun lucían diminutas flores blancas y azules, y baldosas pintadas a mano con motivos valencianos. Ella aguardó inmóvil junto a la bolsa de pájaros muertos. Sin pensar en lo conveniente de su gesto se agachó y cogió uno para examinar la trayectoria del disparo a través de su pecho. Cuando el hombre volvió portando el arma en sus manos, lo dejó caer de nuevo dentro del saco. Examinó la escopeta y calibró su peso. Era grande pero podría hacerse con ella.
- Li done mil euros.
- Fet - contestó él cerrando el trato -. Però no et claves en líos - le susurró por lo bajo.
Leonor volvió a su casa con la escopeta colgada del hombro y una caja de cartuchos metida en el bolso. Su padre le había enseñado a manejarla cuando tan solo era una niña y la llevaba a cazar patos al lago de la Albufera. Por aquellas tierras la afición por la caza se había transmitido durante generaciones de padres a hijos como un bien cultural. Mientras caminaba por la calle sintió el escozor en la piel de algunas miradas curiosas que la observaban tras los visillos. A salvo de comentarios ajenos en el interior de su casa, escondió su adquisición y se marchó a recoger a su hija a la salida del colegio.
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La mañana del día siguiente, David se marchó rayando el alba. Fue consciente de su beso en la mejilla pero no abrió los ojos hasta que no escuchó el sonido de la doble vuelta de la llave cerrando la puerta de entrada. Como si eso fuera suficiente. Se levantó y alzó la superficie de la cama. En el canapé guardaba toallas, sábanas y ropa de invierno. Debajo de su abrigo de paño se encontraba la escopeta que había comprado el día anterior. La cogió y volvió a la cama. Donde hacia una hora había estado el cuerpo caliente de su marido, ahora descansaba el arma de caza, fría y hierática. Cogió la caja de cartuchos de su bolso y la colocó bajo la almohada. Ahora se sentía mas segura. Aun tenía dos horas por delante para descansar.
Sabía que lo que se estaba acercando era una energía oscura e intangible, como una inmensa nube de tormenta para la que no estaban preparados. Los visitantes. Ella ya había saldado todas sus deudas con ellos. Recordó sus rostros deshacerse como la cera entre las llamas de su casa, sus alaridos ensordecedores maldiciendo a su asesino. Ellos iban a volver. Esteban la iba a buscar y él era quien los iba a traer de nuevo. Y ella era la puerta.
La ruinas de Manderley eran la puerta.
Ayyyy! La piel de gallina.
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