Capítulo 3. Evocando abrazos rotos.
En aquella habitación oscura solo se escuchaban sus respiraciones y el roce de las sábanas contra sus cuerpos. El peso de él la hundía ligeramente en el colchón mientras ella lo envolvía con su abrazo. Lo arañó y sus dedos resbalaron en el sudor de su espalda mientras que su lengua se deshacía en la humedad de su boca. Esteban estaba allí con ella desprendiendo ese olor a tierra salvaje y ceniza que la aturdía, devorándola con el ansia de un animal sin dueño, escondido tras unos ojos turbios y oscuros de fiera desdichada. Afuera el mundo seguía su curso pero a ella le traía sin cuidado. Acomodada en la trinchera de su ardiente pecho olvidaba el ladrido de los perros, la ruta del autobús más cercano o si había comido ese día.
De pronto él se escurrió de entre sus brazos y se incorporó en la cama. La miró desde un universo lejano, desde un mundo de tinieblas, y ella intentó en vano aferrarlo por las muñecas para atraerlo de nuevo hacia sí.
- Tienes que marcharte - le ordenó él con su voz grave y profunda y un deje inexpresivo.
Pero ella negó con la cabeza una y otra vez, asustada ante la idea de separarse de él y tener que reconciliarse en soledad con su fracaso. Sabía que él la quería y que lo que deseaba era alejarla de su dolor, pero ella se había acostumbrado a sobrevivir en las sombras. Podían compartir sus cicatrices.
Esteban se revolvió exasperado, y en un gesto demasiado rápido para tan siquiera adivinarlo, sacó una pistola de debajo del colchón. Sin temblarle el pulso le apuntó con ella directamente a la frente. Su expresión era fría y su postura amenazante. Ella no sintió miedo. Ella no lo temía. Lo conocía. Era suyo.
- Si no te vas ahora, yo me iré - amenazó él.
- Pero me buscarás - sentenció ella, desafiante, como quien conoce un secreto milenario, irguiendo la barbilla y apartando suavemente el arma hacia un lado.
Él la besó con rendición y abandono, derramando por su boca un elixir con sabor a despedida. Cuando se separaron, tras unos instantes perturbadores de abandono, sintió deseos de beber una vaso de agua, así que alargó la mano y accionó el interruptor de la lámpara de noche. Primero rozó un bulto extrañamente carnoso con sus pies, lo cual la inquietó, pero cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, advirtió conmocionada la presencia de una acumulación de cuerpos inertes que rodeaban la cama, tirados en el suelo en posiciones grotescas y antinaturales. Reparó en los charcos de sangre sobre las baldosas y el olor a putrefacción que alcanzaba ahora sus fosas nasales. Frente a ella, el cadáver de un hombre apoyado en la pared, la miraba con ojos huecos y una mueca sarcástica en el rostro. Un hilillo de sangre se derramaba de un diminuto orificio dibujado entre sus cejas. Esteban lloraba golpeándose el pecho mientras ella gritaba sin poder parar.
.....................
- Mamá despierta. Es una pesadilla.
Su hija le acariciaba la cara sentada en el borde de la cama, vestida con su pijama de osos. Su enmarañada melena castaña enmarcaba su pequeña cara redonda de mejillas sonrosadas. A su lado la cama estaba vacía, David ya se había marchado.
- Ven - le dijo palmeando el colchón a su lado - , acuéstate conmigo hasta que suene el despertador.
Durmieron abrazadas una hora más y esta vez, fue un sueño tranquilo y reparador, mientras respiraban al unísono cogidas de la mano. El olor del pelo de Luz la anclaba a una realidad segura desde la inconsciencia del sueño. Así todo estaba bien. Ella alejaba sus fantasmas.
Aquella mañana Leonor estuvo torpe y distraída en el desarrollo de sus quehaceres diarios. Su mente volaba hacia otra piel y otra vida. Su antiguo amante llenaba sus pensamientos y la acompañaba a cada paso. Mientras lavaba sus dientes o calentaba la leche allí estaba la mirada descreída de Esteban. Bajo la calidez del agua de la ducha, no pudo evitar evocar aquella habitación oscura en la primera hora de la tarde, donde la luz se colaba por entre las rendijas de las persianas bajadas, revelando así las nubes de partículas de polvo que flotaban sobre sus cuerpos. Se peinó sintiendo el aliento de él en su cuello y cuando su hija la miró desde el umbral de la puerta mostrándole un bol de cereales vacío que había pasado por alto rellenar, se sentó en el borde de la bañera y respiró hondo. No entendía por qué después de tantos años y tanto horror, divagaba recordando sus encuentros, dejándose seducir por un sueño absurdo que la había conmocionado sobremanera. Esteban era un asesino a sueldo, un monstruo. Por eso había desaparecido de su vida. Porque la amaba. Solo quería odiarlo.
En la calle las campanas de la iglesia llamaban a misa de difuntos en un rítmico lamento, la cadencia de las campanas era más solemne y lenta de lo habitual. Descorrió las cortinas de la ventana de su habitación y se asomó a través de las rejas. Una decena de mujeres enlutadas aguardaban frente al portón de madera de la entrada. Leonor le hizo un gesto a una de ellas para que se acercara.
- Quí ha faltat? - preguntó expectante.
- La tía Teresa, xiqueta, que Déu la tinga en la gloria - contestó una anciana menuda de pelo blanco y ojos chicos, mientras dirigía su mirada hacia el azul del cielo despejado.
Por un momento la imagen de Esteban se diluyó en su mente cediendo paso a la de la anciana con la que había convivido en La Casona durante su época de juventud. Ambas se habían hecho compañía en sus años de soledad y pérdida. Teresa la había cuidado con sus guisos, sus remiendos y su alegre cháchara tras enviudar y quedarse sola en el pueblo, y ella había sido una niña con un corazón y un tobillo roto, que ni podía bailar en escenarios de renombre, ni podía amar al hombre de sus sueños.
La buena mujer había estado en la casa cuando se incendió. No, cuando la incendiaron. Y vivió junto a ella la pesadilla de los visitantes que no se marcharon hasta que no vieron desmoronarse los muros de su hogar pasto de la fiereza de las llamas. En los últimos tiempos había vivido recogida en su casa del pueblo, recibiendo las visitas de sus vecinas que la apreciaban tras una larga vida y una conducta ejemplar. Leonor nunca había dejado de visitarla y en infinitas ocasiones se las había visto pasear juntas por la plaza. Aquel era un día triste.
Se llevó una mano al estómago y con la otra se tapó los ojos derramado lágrimas sinceras con pesar. Miró a su hija que permanecía muda en un ángulo de la habitación y se había vestido sola con una combinación incongruente de colores. Se agachó y acariciándole el pelo la besó en la mejilla tiernamente. A unos metros escucharon los sentidos gimoteos de Foc, mientras rascaba la puerta de la calle con sus patas en un intento desesperado de salir y formar parte de la comitiva de plañideras congregadas al otro lado.
- Hoy no vamos a ir al cole, ni mamá va a abrir la academia - dijo de pronto tragando saliva y sonriendo para no asustar a Luz - . Hoy vamos a despedir para siempre a la tía Teresa.
Leonor se dirigió a su armario con expresión compungida y un nudo de nervios en el estómago. Escogió un vestido negro de corte sobrio pues no quería suscitar comentarios malintencionados. Su abuela siempre le había dicho que el dolor se sentía y se mostraba. Ni música ni estridencias. De repente se sintió débil. Su padre había fallecido hacía años y su madre estaba lejos. Con la anciana había perdido también una parte de su pasado y eso la asustó. Era un abrazo menos y una añoranza más. Vistió a su hija con un vestido verde oscuro y le recogió el pelo en una coleta alta. Descorrió la cortina y vio que en la calle crecía la congregación de gente del pueblo que quería darle su último adiós a una mujer que jamás había dado que hablar ni había ocasionado malestar a nadie. No era un logro fácil, aunque en aquel lugar del mapa era lo que se esperaba de cualquier persona de bien.
El coche fúnebre recorrió lentamente la calle con sus cristales tintados y el grupo se abrió para dejarle paso entre murmullos y palabras de desconsuelo. Entonces cogió el móvil y llamó a su marido.
- ¿Dónde me has escondido hoy las llaves de casa?.
Desde que habían descubierto su tendencia al sonambulismo, él le cerraba la puerta de la casa con llave para boicotear sus intentos de adentrarse en la pinada dormida y llegar hasta las ruinas solitarias de Manderley. Tenía que llamarlo para averiguar dónde estaban sus llaves, una rutina que había resultado ser un juego entre ambos, pues en ocasiones David le dejaba la respuesta escrita en forma de acertijo, pero hoy no era un día para chanzas. Tras rescatarlas del cajón de su ropa interior, la niña y ella salieron a la calle cogidas de la mano.
El ataúd ya había sido colocado en el interior del templo y la gente iba entrando poco a poco para acomodarse en los bancos de madera. El espacio, estructurado en una única nave, era reducido en sus dimensiones y no podía albergar a más de cincuenta personas sentadas, por lo que algunos vecinos traían bajo el brazo sus propias sillas plegables sin ningún pudor. A la entrada de la iglesia aun se congregaba una muchedumbre enlutada y silenciosa. Un grupo de mujeres reparó en su presencia y se acercaron a darle el pésame, sabedoras de la estrecha relación que la unía con la difunta. Leonor las besó en las mejillas agradecida por las sinceras muestras de afecto. La energía que emanaba de ellas era cálida y maternal, y sus auras lucían colores apagados debido a la tristeza. Entre saludos y abrazos se descubrió buscando por entre el gentío una presencia inusual, una figura oscura y masculina que la espiara desde detrás de un coche o una farola a lo lejos, aprovechando aquellos momentos de intercambio de impresiones y frases lapidarias. No som ningú. Sentía un constante escozor en la nuca, como si fuera objeto de intensas y perturbadoras miradas, pero no logró vislumbrar nada fuera de lo común.
Por fin entraron solemnes y aun cogidas de la mano a la penumbra del interior. La decoración era austera y los muros se presentaban lisos y enlucidos. Las escasas figuras de santos se alzaban a un lado y a otro de la nave, con expresión bondadosa de pincelada tosca y una volumetría simple en su talla. Unos débiles rayos de sol entraban por la vidriera del frontón principal iluminando la cruz del Cristo del altar. Caminaron hasta el muestrario de cirios blancos que se hallaba colocado en un ángulo lateral, bajo la imagen de la Virgen de los Desamparados que tanta devoción despertaba entre los fieles, y tras ofrecer un donativo encendieron dos velas.
- Para que su llama ilumine el camino de su alma - le susurró a Luz en el oído.
Tomaron asiento en la primera fila, pues sus ocupantes al verlas se echaron a un lado consideradamente. Frente a ellas, la presencia del ataúd resultaba perturbadora. Presentaba un perímetro exagonal y era de madera clara. Leonor sintió un gran alivio al reparar en que estaba cerrado, un detalle por el que dio gracias calladamente, no así como otros asistentes a la misa, pues escuchó el lamento de una anciana a sus espaldas que se afligía por no poder mirar a su amiga a la cara por última vez. Ella pensó que así lo habría dejado por escrito la tía Teresa en cuanto a los pormenores de la organización de su funeral.
El banco estaba ocupado también por los dueños del hostal de la plaza, un matrimonio con fama de bien avenido, trabajadores y modestos, y su hija veinteañera, a la que habían dado una formación exquisita en una universidad bilingüe de pago. Leonor miró a la joven y le sonrió, lucía preciosa con sus mejillas llenas y su pelo trenzado a la espalda. La vio envuelta en una burbuja de luz rosácea propia de la maternidad. Su vientre aun no mostraba abultamiento alguno pero una vida se estaba gestando en su interior. Se inclinó hacia ella y le susurró la enhorabuena al oído, pero la muchacha negó con la cabeza y se mantuvo erguida haciendo caso omiso a su comentario, mirando hacia el cura que había llegado al altar con sus vestiduras ceremoniales. Era embarazoso conocer los secretos ajenos. Confiaba en que sus padres no se hubieran percatado de su felicitación inoportuna.
El oficiante era un hombre de mediana edad, de rasgos afables y mirada limpia, que los invitó a levantarse para santiguarse y encomendarse al altísimo en aquel día de despedida. A partir de ese momento se sucedieron oraciones y lecturas de los Santos Evangelios, acompañadas de cánticos cuya letra ni siquiera recordaba. Algunas mujeres elevaban su voz por encima de las otras, entonando cada nota y buscando cierto protagonismo. Ella permaneció en silencio con los labios sellados, escuchando las voces disonantes en silencio y resuelta a no volver a realizar un comentario fuera de lugar nunca más. Cuando llegó el momento de rogar por la salvación de la difunta, oró por la mujer que la cuidó mientras las fuerzas oscuras que vagaban a su alrededor la consumían sin piedad. Tras unos minutos sin palabras, el grueso de los asistentes elevó su voz al unísono.
El Mercedes de David se deslizó en aquel momento por la calle silenciado por el sonido ambiental. Cuando aparcó y bajó del coche para abrirse paso entre la gente, Leonor permanecía abrazada a su hija sin saber muy bien qué hacer. Su gran estatura le daba una amplia ventaja de visibilidad sobre el resto, por lo que pudo localizarla de inmediato. Ella lo vio llegar precedido de aquella luz blanca que siempre lo envolvía. Se sintió reconfortada y aliviada al verlo, con los destellos rubios de su cabello y sus ojos de agua. Había vuelto del trabajo para asistir al funeral. Se abrazaron y juntos elevaron la vista hacia el cielo. La intensidad de los trinos se había vuelto un clamor sobre sus cabezas. Él le habló al oído.
- Yo sé que tú puedes hacer que se vayan.
Ella lo miró sorprendida. Jamás hubiera esperado aquella afirmación. Su fe ciega en él la obligó a planteárselo. No había nadie que la quisiera como David. Respiró hondo y cerró los ojos. Con él a su lado no sentía miedo y todo era posible. Cuando los volvió a abrir su expresión era sombría.
- FUERA.
Y los estorninos comenzaron a dispersarse dejando que los rayos de sol de la mañana bañaran con su luz la vidriera del frontón de la iglesia.
Su hija le acariciaba la cara sentada en el borde de la cama, vestida con su pijama de osos. Su enmarañada melena castaña enmarcaba su pequeña cara redonda de mejillas sonrosadas. A su lado la cama estaba vacía, David ya se había marchado.
- Ven - le dijo palmeando el colchón a su lado - , acuéstate conmigo hasta que suene el despertador.
Durmieron abrazadas una hora más y esta vez, fue un sueño tranquilo y reparador, mientras respiraban al unísono cogidas de la mano. El olor del pelo de Luz la anclaba a una realidad segura desde la inconsciencia del sueño. Así todo estaba bien. Ella alejaba sus fantasmas.
Aquella mañana Leonor estuvo torpe y distraída en el desarrollo de sus quehaceres diarios. Su mente volaba hacia otra piel y otra vida. Su antiguo amante llenaba sus pensamientos y la acompañaba a cada paso. Mientras lavaba sus dientes o calentaba la leche allí estaba la mirada descreída de Esteban. Bajo la calidez del agua de la ducha, no pudo evitar evocar aquella habitación oscura en la primera hora de la tarde, donde la luz se colaba por entre las rendijas de las persianas bajadas, revelando así las nubes de partículas de polvo que flotaban sobre sus cuerpos. Se peinó sintiendo el aliento de él en su cuello y cuando su hija la miró desde el umbral de la puerta mostrándole un bol de cereales vacío que había pasado por alto rellenar, se sentó en el borde de la bañera y respiró hondo. No entendía por qué después de tantos años y tanto horror, divagaba recordando sus encuentros, dejándose seducir por un sueño absurdo que la había conmocionado sobremanera. Esteban era un asesino a sueldo, un monstruo. Por eso había desaparecido de su vida. Porque la amaba. Solo quería odiarlo.
En la calle las campanas de la iglesia llamaban a misa de difuntos en un rítmico lamento, la cadencia de las campanas era más solemne y lenta de lo habitual. Descorrió las cortinas de la ventana de su habitación y se asomó a través de las rejas. Una decena de mujeres enlutadas aguardaban frente al portón de madera de la entrada. Leonor le hizo un gesto a una de ellas para que se acercara.
- Quí ha faltat? - preguntó expectante.
- La tía Teresa, xiqueta, que Déu la tinga en la gloria - contestó una anciana menuda de pelo blanco y ojos chicos, mientras dirigía su mirada hacia el azul del cielo despejado.
Por un momento la imagen de Esteban se diluyó en su mente cediendo paso a la de la anciana con la que había convivido en La Casona durante su época de juventud. Ambas se habían hecho compañía en sus años de soledad y pérdida. Teresa la había cuidado con sus guisos, sus remiendos y su alegre cháchara tras enviudar y quedarse sola en el pueblo, y ella había sido una niña con un corazón y un tobillo roto, que ni podía bailar en escenarios de renombre, ni podía amar al hombre de sus sueños.
La buena mujer había estado en la casa cuando se incendió. No, cuando la incendiaron. Y vivió junto a ella la pesadilla de los visitantes que no se marcharon hasta que no vieron desmoronarse los muros de su hogar pasto de la fiereza de las llamas. En los últimos tiempos había vivido recogida en su casa del pueblo, recibiendo las visitas de sus vecinas que la apreciaban tras una larga vida y una conducta ejemplar. Leonor nunca había dejado de visitarla y en infinitas ocasiones se las había visto pasear juntas por la plaza. Aquel era un día triste.
Se llevó una mano al estómago y con la otra se tapó los ojos derramado lágrimas sinceras con pesar. Miró a su hija que permanecía muda en un ángulo de la habitación y se había vestido sola con una combinación incongruente de colores. Se agachó y acariciándole el pelo la besó en la mejilla tiernamente. A unos metros escucharon los sentidos gimoteos de Foc, mientras rascaba la puerta de la calle con sus patas en un intento desesperado de salir y formar parte de la comitiva de plañideras congregadas al otro lado.
- Hoy no vamos a ir al cole, ni mamá va a abrir la academia - dijo de pronto tragando saliva y sonriendo para no asustar a Luz - . Hoy vamos a despedir para siempre a la tía Teresa.
Leonor se dirigió a su armario con expresión compungida y un nudo de nervios en el estómago. Escogió un vestido negro de corte sobrio pues no quería suscitar comentarios malintencionados. Su abuela siempre le había dicho que el dolor se sentía y se mostraba. Ni música ni estridencias. De repente se sintió débil. Su padre había fallecido hacía años y su madre estaba lejos. Con la anciana había perdido también una parte de su pasado y eso la asustó. Era un abrazo menos y una añoranza más. Vistió a su hija con un vestido verde oscuro y le recogió el pelo en una coleta alta. Descorrió la cortina y vio que en la calle crecía la congregación de gente del pueblo que quería darle su último adiós a una mujer que jamás había dado que hablar ni había ocasionado malestar a nadie. No era un logro fácil, aunque en aquel lugar del mapa era lo que se esperaba de cualquier persona de bien.
El coche fúnebre recorrió lentamente la calle con sus cristales tintados y el grupo se abrió para dejarle paso entre murmullos y palabras de desconsuelo. Entonces cogió el móvil y llamó a su marido.
- ¿Dónde me has escondido hoy las llaves de casa?.
Desde que habían descubierto su tendencia al sonambulismo, él le cerraba la puerta de la casa con llave para boicotear sus intentos de adentrarse en la pinada dormida y llegar hasta las ruinas solitarias de Manderley. Tenía que llamarlo para averiguar dónde estaban sus llaves, una rutina que había resultado ser un juego entre ambos, pues en ocasiones David le dejaba la respuesta escrita en forma de acertijo, pero hoy no era un día para chanzas. Tras rescatarlas del cajón de su ropa interior, la niña y ella salieron a la calle cogidas de la mano.
El ataúd ya había sido colocado en el interior del templo y la gente iba entrando poco a poco para acomodarse en los bancos de madera. El espacio, estructurado en una única nave, era reducido en sus dimensiones y no podía albergar a más de cincuenta personas sentadas, por lo que algunos vecinos traían bajo el brazo sus propias sillas plegables sin ningún pudor. A la entrada de la iglesia aun se congregaba una muchedumbre enlutada y silenciosa. Un grupo de mujeres reparó en su presencia y se acercaron a darle el pésame, sabedoras de la estrecha relación que la unía con la difunta. Leonor las besó en las mejillas agradecida por las sinceras muestras de afecto. La energía que emanaba de ellas era cálida y maternal, y sus auras lucían colores apagados debido a la tristeza. Entre saludos y abrazos se descubrió buscando por entre el gentío una presencia inusual, una figura oscura y masculina que la espiara desde detrás de un coche o una farola a lo lejos, aprovechando aquellos momentos de intercambio de impresiones y frases lapidarias. No som ningú. Sentía un constante escozor en la nuca, como si fuera objeto de intensas y perturbadoras miradas, pero no logró vislumbrar nada fuera de lo común.
Por fin entraron solemnes y aun cogidas de la mano a la penumbra del interior. La decoración era austera y los muros se presentaban lisos y enlucidos. Las escasas figuras de santos se alzaban a un lado y a otro de la nave, con expresión bondadosa de pincelada tosca y una volumetría simple en su talla. Unos débiles rayos de sol entraban por la vidriera del frontón principal iluminando la cruz del Cristo del altar. Caminaron hasta el muestrario de cirios blancos que se hallaba colocado en un ángulo lateral, bajo la imagen de la Virgen de los Desamparados que tanta devoción despertaba entre los fieles, y tras ofrecer un donativo encendieron dos velas.
- Para que su llama ilumine el camino de su alma - le susurró a Luz en el oído.
Tomaron asiento en la primera fila, pues sus ocupantes al verlas se echaron a un lado consideradamente. Frente a ellas, la presencia del ataúd resultaba perturbadora. Presentaba un perímetro exagonal y era de madera clara. Leonor sintió un gran alivio al reparar en que estaba cerrado, un detalle por el que dio gracias calladamente, no así como otros asistentes a la misa, pues escuchó el lamento de una anciana a sus espaldas que se afligía por no poder mirar a su amiga a la cara por última vez. Ella pensó que así lo habría dejado por escrito la tía Teresa en cuanto a los pormenores de la organización de su funeral.
El banco estaba ocupado también por los dueños del hostal de la plaza, un matrimonio con fama de bien avenido, trabajadores y modestos, y su hija veinteañera, a la que habían dado una formación exquisita en una universidad bilingüe de pago. Leonor miró a la joven y le sonrió, lucía preciosa con sus mejillas llenas y su pelo trenzado a la espalda. La vio envuelta en una burbuja de luz rosácea propia de la maternidad. Su vientre aun no mostraba abultamiento alguno pero una vida se estaba gestando en su interior. Se inclinó hacia ella y le susurró la enhorabuena al oído, pero la muchacha negó con la cabeza y se mantuvo erguida haciendo caso omiso a su comentario, mirando hacia el cura que había llegado al altar con sus vestiduras ceremoniales. Era embarazoso conocer los secretos ajenos. Confiaba en que sus padres no se hubieran percatado de su felicitación inoportuna.
El oficiante era un hombre de mediana edad, de rasgos afables y mirada limpia, que los invitó a levantarse para santiguarse y encomendarse al altísimo en aquel día de despedida. A partir de ese momento se sucedieron oraciones y lecturas de los Santos Evangelios, acompañadas de cánticos cuya letra ni siquiera recordaba. Algunas mujeres elevaban su voz por encima de las otras, entonando cada nota y buscando cierto protagonismo. Ella permaneció en silencio con los labios sellados, escuchando las voces disonantes en silencio y resuelta a no volver a realizar un comentario fuera de lugar nunca más. Cuando llegó el momento de rogar por la salvación de la difunta, oró por la mujer que la cuidó mientras las fuerzas oscuras que vagaban a su alrededor la consumían sin piedad. Tras unos minutos sin palabras, el grueso de los asistentes elevó su voz al unísono.
Dios te salve, Maria;
llena eres de gracia ...
De pronto, un pensamiento le cruzó por la mente como una revelación que hubiese estado demasiado tiempo enterrada. Leonor dejó de pronunciar las palabras de la oración y miró a su hija sentada a su lado. Esperó. Era admirable y especial, en todo momento se había mostrado respetuosa y paciente, comportándose como una adulta a lo largo de la ceremonia cuando no era más que una niña pequeña.
- Cariño, ¿tú ves a la tía Teresa? - le preguntó de pronto.
... El señor es contigo;
bendita tu eres entre todas las mujeres ...
- Si mamá. Está todo el tiempo de pie al lado de su caja - respondió con calma, como si resultara un hecho evidente.
Tragó saliva. El murmullo de la oración se extendía por cada recodo del templo a modo de letanía envolvente..
... Y bendito es el fruto de tu vientre Jesus.
Leonor miró a su espalda. En el banco de atrás una mujer septuagenaria cuyos ojos eran dos finas rendijas desde las que aun brillaba la llama de la curiosidad las miraba sin disimulo y evidente interés. Volvió a fijar su atención en Luz.
- ¿Ella está bien? - le preguntó. Y esta vez se sorprendió a sí misma dándole credibilidad en un asunto tan delicado, pero hasta ella podía ver o saber ciertas cosas inusuales desde el incendio.
La niña negó con la cabeza y torció el gesto.
- No se puede marchar. Es por ti mamá - y el corazón le dio un vuelco en el pecho-, dice que la vas a necesitar cuando vuelvan.
...................
Cuando la misa finalizó, ambas recorrieron juntas el pasillo central hasta el portón de la entrada principal. Las figuras hieráticas de los santos las despidieron con su mirada de caricatura, mientras avanzaban por la nave abarrotada para alcanzar el exterior, sin detenerse en conversaciones vanas. Necesitaba salir a la calle y sentir los rayos del sol de la mañana sobre su rostro. Los nervios le presionaban el estómago y sentía la boca seca. Las recibió el ambiente gris de un paisaje de tormenta. La calle se presentó ante ellas sumida en una oscuridad tenebrosa, bajo una abismal y espesa nube amenazante que cubría su casa por completo.
A su lado, una mujer ahogó un grito mientras dirigía su mirada al cielo.
A su lado, una mujer ahogó un grito mientras dirigía su mirada al cielo.
- No es un núvol! - exclamó una voz masculina teñida de sorpresa.
Desconcertadas elevaron sus ojos al cielo. Lo que en principio habían tomado por una descomunal nube gris, era una agrupación de estorninos que volaba en círculos sobre el tejado de su casa, frente a ellos. Como si su hogar fuera el epicentro de su existencia coral, dando lugar a un manto denso y oscuro de cientos de aves que elevaban gradualmente sus trinos. El asombro fue general y el desconcierto creció a medida que el sonido que proferían fue ganando volumen sobre las voces de los allí presentes. Vio a Foc asomada a la ventana, ladrando nerviosa, y a su hija elevando sus manos hacia ella para que la cogiera en brazos, asustada ante aquella estridencia animal que amenazaba con caer sobre sus cabezas. A medida que los vecinos salían de la iglesia enmudecían ante aquel espectáculo insólito, hermoso e inquietante al mismo tiempo. Todos permanecieron allí mirando el cielo, mudos y extasiados, y cuando se cansaron, volvieron sus miradas hacia Leonor y su hija, como si ellas tuvieran la respuesta a aquel fenómeno.
Desconcertadas elevaron sus ojos al cielo. Lo que en principio habían tomado por una descomunal nube gris, era una agrupación de estorninos que volaba en círculos sobre el tejado de su casa, frente a ellos. Como si su hogar fuera el epicentro de su existencia coral, dando lugar a un manto denso y oscuro de cientos de aves que elevaban gradualmente sus trinos. El asombro fue general y el desconcierto creció a medida que el sonido que proferían fue ganando volumen sobre las voces de los allí presentes. Vio a Foc asomada a la ventana, ladrando nerviosa, y a su hija elevando sus manos hacia ella para que la cogiera en brazos, asustada ante aquella estridencia animal que amenazaba con caer sobre sus cabezas. A medida que los vecinos salían de la iglesia enmudecían ante aquel espectáculo insólito, hermoso e inquietante al mismo tiempo. Todos permanecieron allí mirando el cielo, mudos y extasiados, y cuando se cansaron, volvieron sus miradas hacia Leonor y su hija, como si ellas tuvieran la respuesta a aquel fenómeno.
El Mercedes de David se deslizó en aquel momento por la calle silenciado por el sonido ambiental. Cuando aparcó y bajó del coche para abrirse paso entre la gente, Leonor permanecía abrazada a su hija sin saber muy bien qué hacer. Su gran estatura le daba una amplia ventaja de visibilidad sobre el resto, por lo que pudo localizarla de inmediato. Ella lo vio llegar precedido de aquella luz blanca que siempre lo envolvía. Se sintió reconfortada y aliviada al verlo, con los destellos rubios de su cabello y sus ojos de agua. Había vuelto del trabajo para asistir al funeral. Se abrazaron y juntos elevaron la vista hacia el cielo. La intensidad de los trinos se había vuelto un clamor sobre sus cabezas. Él le habló al oído.
- Yo sé que tú puedes hacer que se vayan.
Ella lo miró sorprendida. Jamás hubiera esperado aquella afirmación. Su fe ciega en él la obligó a planteárselo. No había nadie que la quisiera como David. Respiró hondo y cerró los ojos. Con él a su lado no sentía miedo y todo era posible. Cuando los volvió a abrir su expresión era sombría.
- FUERA.
Y los estorninos comenzaron a dispersarse dejando que los rayos de sol de la mañana bañaran con su luz la vidriera del frontón de la iglesia.
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