miércoles, 12 de octubre de 2016

El jardín del olvido






En el jardín, la hierba es un tapiz verdoso cosido de retazos de sueños y
nuestras risas juegan a esconderse tras los troncos de los árboles.

Eres bienvenido pero deja tu furia al otro lado del muro, 
siempre puedes elegir no entrar.





Venimos como hermanas a trenzarnos el pelo y olvidar el dolor.
Si eres un lamento no te abriremos la puerta,
si eres un reproche no podrás entrar.

En el jardín del olvido celebramos nuestra suerte de
comer, beber y amar.




Los rayos de sol nos acarician el pelo y no sabemos qué hora es.

Cuando anochezca nos cobijaremos bajo las estrellas 
y en nuestro pecho dormirá la calma,
mientras los relojes permanecen enterrados bajo tierra.



jueves, 6 de octubre de 2016

Nostalgia






Cuando te pienso vuelves a mi lado con la intensidad de un abrazo ansioso,
tu voz me envuelve y sonrío al aspirar la fragancia de tu pelo.




Tu espíritu se sumerge libre en los arrozales y alza el vuelo presuroso junto a las garzas.

El sonido de tu risa crea ondas sobre la superficie del lago
 y tus canciones de cuna balancean a los juncos.




Siempre nos reencontramos en esta tierra fértil
 donde tus ancestros derramaron bendiciones y lágrimas de guerra.

Puedo escuchar el eco de poemas de otros tiempos,
 palabras que el viento transporta en su regazo.




Tu útero fue lugar de siembra y de cosecha, y fuiste una con la vida.



Eres la parte de mí que ya no está
 porque ha atravesado las puertas del tiempo para ser eterna.

Cierro los ojos y todo lo llenas.



Porque ahora has vuelto a ese lugar donde eras una niña en los brazos de tu madre y el sosiego inundaba tu corazón,
pero para mí siempre serás mi Abuela.

La luz que me guía.



A Amparo Marco Marco


jueves, 29 de septiembre de 2016

A mi manera






Caminar a solas y perderse por las calles,
descubriendo bazares, casas y mercados.

Al menos por unas horas ...

 Avanzar sin rumbo fijo, sentarse en un portal
 y congraciarse con uno mismo.

Al menos por un rato ...




En este instante
no tengo más dueño que mi voluntad,
no soy lo que otros anhelan de mí.

No hay prisa por volver,
 todos pueden esperar a que regrese de mi olvido.





Déjame oler la fruta en el mercado,
sentarme en la biblioteca,
tumbarme sobre la hierba.

Mi reloj se rompió en mil pedazos y con él mis desvelos.

Cuando anochezca regresaré sobre mis pasos,
y entonces recordaré el papel que escribiste para mí.

Mientras tanto,
a mi manera.







domingo, 25 de septiembre de 2016

Manderley en ruinas. Capítulo 4. No vengas a por mí.






Capítulo 4. No vengas a por mí.

Leonor se levantó de la cama sigilosamente y se puso la bata para protegerse de la frescura de la madrugada. David dormía profundamente vuelto de espaldas en el otro extremo del colchón. Su respiración era sonora y pausada. El reloj digital de la pantalla del móvil marcaba las 03:00 a.m, lo cogió para distraerse con las noticias de última hora del navegador y salió a la oscuridad del pasillo. Notó el pelo suave de Foc rozando sus piernas y siguiendo fielmente sus pasos. En la habitación contigua, Luz dormía confiada, abrazada a su oso de peluche. La miró, diluida en la penumbra, y deseó que soñara con parques y canciones de niños, para que su mente pudiera descansar de aquellas insólitas visiones, a las que ya se había acostumbrado a tan corta edad.

Recorrió a tientas el largo pasillo que se doblaba en ángulos que conocía a la perfección y llegó hasta la cocina. Envuelta en la oscuridad y con su perra siguiéndola de cerca, abrió la nevera. Desde la conversación con su abogado sobre el posible regreso de Esteban la ansiedad no le daba tregua, el sueño se le había tornado ligero y la necesidad de comer angustiosa. En la balda más alta vio unas natillas de chocolate blanco. Resopló. Le disgustaba que David colocara allí la comida más apetecible, pues ella no alcanzaba tan fácilmente. Cogió una silla y se subió para cogerlas. Foc la miró ladeando la cabeza y emitiendo un gruñido de protesta. Probablemente le parecía muy pronto para andar encaramándose a los muebles.

- Calla, no seas tonta - le rogó tras hacerse con su objetivo y bajar al suelo de un salto.

Se sentó a la mesa y agotó con voracidad el contenido de dos sabrosos recipientes, relamiendo la cuchara con satisfacción, mientras leía los titulares de los últimos vaivenes del corazón de los personajes televisivos. Bah, todo mentira, ¿quién puede estar perfecta las veinticuatro horas del día?. Abrió un tercer envase y se lo ofreció a Foc, que ya había perdido las esperanzas de recibir ningún tentenpié de madrugada, y aceptó de buen grado sacudiendo la cola. Leonor recordó los atracones tras la puerta del baño en sus años de bailarina profesional, la vergüenza y el alivio que sentía a partes iguales. Ahora eso importaba un comino. Era la única manera de sobrellevar la incertidumbre, se decía a sí misma para desterrar la culpa con convicción.

Con el estómago lleno volvió a deslizarse bajo el edredón más sosegada. El cuerpo de David desprendía una calidez dulce y embriagadora, pero ella seguía sintiendo la sensación incómoda y constante de no estar completamente a salvo. Ni las rejas de las ventanas, ni la puerta blindada, ni su pastor alemán fiel y protector, significaban nada para la astucia de Esteban, que había sido entrenado para derribar murallas moviéndose con el sigilo de un felino. Esteban el seductor abría puertas donde antes había un muro ciego. Esteban el enigmático arrancaba coches sin llave. Esteban El Sicario. Cerró los ojos y evocó aquella mirada turbia que la había atrapado en otra vida. Rogó al cielo tener valor para salvarse de sí misma.

.........................

Las primeras horas de la mañana siguiente fueron tan previsibles como las de cualquier otra mañana de martes. La rutina siempre le había dado estabilidad y sosiego. Dentro de lo cotidiano no existía la incertidumbre. En el pueblo la gente se aferraba a sus costumbres en una forma de vida plena y ella había aprendido a amar esa simplicidad. Las mujeres barrían el pedazo de acera frente a sus puertas, el tañido de las campanas vibraba en el aire y la calle del horno olía a pan recién hecho. Ella, en una suerte de ritual doméstico, desayunaba un humeante tazón de leche, se preparaba la bolsa con su ropa de ballet, dejaba a su hija en el colegio y se marchaba a su academia en el centro de Valencia. Pero no aquella mañana. Aquel día estaba decidida a emprender un camino diferente hacia un lugar más inhóspito. 

Antes de arrancar, mandó un mensaje genérico a su grupo de alumnas, informándoles de la anulación de las clases de la mañana por encontrarse indispuesta. Al momento comenzó a recibir palabras de ánimo y mejoría por parte de todas ellas. Odiaba mentir. Condujo su utilitario gris hasta una zona suburbial y destartalada de la ciudad. Hacía muchos años que no había pisado sus calles pero las recordaba perfectamente. La mayoría eran edificios de protección oficial habitados por gente de escasos recursos. A penas había negocios, y los que había, subsistían a duras penas. Aparcó delante de un local sin vida, con la persiana bajada decorada con pintadas que clamaban a los transeúntes palabras obscenas. Antes de salir del coche tomó aire. Cuando bajó, el frío y los recuerdos la golpearon en la cara. En el cuarto piso del edificio de enfrente habían vivido Esteban y ella los meses que duró su romance. Si él había decidido regresar existían muchas posibilidades de que aquel lugar fuera su centro de operaciones. No le tenía miedo. Él no le haría daño. Pero quería advertirle que no se acercara a su familia jamás. Cruzó la calle y alcanzó el portal mirando a uno y otro lado con inquietud. Unos chavales sentados en un banco cercano la miraron con curiosidad y ella se abrochó los botones de la gabardina hasta arriba. Si David se enterara de los pasos que daba la condenaría por su imprudencia. Llamó con determinación a la puerta uno. Le contestó una voz de mujer mayor.

- Cartero comercial - se presentó con voz desencantada.

La puerta se abrió y los episodios del pasado se acumularon en su mente en una cascada incesante de imágenes. Lo cierto era que no recordaba el interior del portal tan deteriorado. Las paredes de yeso estaban recubiertas de suciedad y la pintura descascarillada. El suelo lucía opaco y agrietado en algunos tramos. Sobre ella, en el techo, una gran mancha de humedad amenazaba con expandirse por momentos. La puerta se cerró a su espalda con estruendo, lo que la hizo sobresaltarse repentinamente. Tranquila. El ambiente era sombrío por lo que pulsó el interruptor de la luz, pero para su disgusto ninguna bombilla se encendió. La finca no tenía hueco para un ascensor, por lo que la idea de tener que subir las escaleras entre sombras le hizo tambalear el ánimo. Incómoda comenzó a ascender deslizando su mano por la barandilla de hierro. No se escuchaban conversaciones tras las puertas y el silencio era aplastante. Contuvo el aliento. Cuando ella lo visitaba a diario, la finca estaba habitada por gente mayor que no les prestaba demasiada atención. Cuando alcanzó el rellano del segundo piso escuchó el tono de llamada de su móvil ahogado en el interior de su bolso. Lo cogió nerviosa. Era David. Lo silenció y lo volvió a guardar sin responder. En el rellano del tercer piso una puerta se abrió ligeramente a su paso sin descorrer el pasador. Por el espacio de la puerta entreabierta alcanzó a identificar a una anciana de pelo cano y batín de felpa.

- ¿Eres una prostituta? - le preguntó sin preámbulos en tono acusatorio - . Porque aquí no queremos golfas.

La hiriente acusación fue como una bofetada inesperada. Tras unos segundos de estupor inicial, alcanzó a contestar.

- No señora, no lo soy.

Y reanudó su ascenso profiriendo un sonoro suspiro de resignación. La mujer cerró la puerta con un golpe seco, corriendo con premura lo que a ella le parecieron dos pesados cerrojos.

Con el malestar adherido a la piel continuó subiendo los escalones hasta llegar a la cuarta planta. Antaño había tenido llaves de aquel piso y se sorprendió rebuscando en su bolso para encontrarlas. Estaba demasiado nerviosa. Pensó en volver sobre sus pasos, pero en lugar de eso llamó al timbre de la puerta trece y dio un paso atrás. Sentía su estómago atravesado por un puño de acero. Escuchó unos pasos tras la puerta y tomó aire. Dirigió su mirada hacia las escaleras. Era demasiado tarde. Su respiración se agitó. Cuando la puerta se abrió por fin, lo que vio la descolocó. Ante ella apareció un hombre corpulento y grueso vestido con una sudadera roja. Sus pronunciadas entradas enfatizaban la anchura de su frente, que brillaba debido al sebo de su piel, y sus ojos eran apenas dos rendijas que amenazaban con cerrarse en cualquier momento. Entre sus dedos sostenía un canuto de marihuana y Leonor tosió cuando le llegó el humo a la cara. El hombre transformó su inicial expresión de hastío en una gran sonrisa. Aquel distaba mucho de ser Esteban.

- ¿Qué se te ha perdido por aquí guapa? - inquirió sacando pecho y metiendo barriga.

Leonor carraspeó. El olor de la hierba que fumaba, mezclado con el de su sudor, empezaba a provocarle náuseas. Tenía que largarse de allí.

- Buscaba a una persona... - empezó a decir alargando las sílabas mientras escudriñaba disimuladamente el interior de un salón destartalado que nada tenía que ver con la casa que antaño conoció.

- Pues ya me has encontrado - contestó estallando en una sonora carcajada que a ella se le antojó grotesca.

Antes de que pudiera reaccionar, él ya la estaba agarrando del brazo firmemente con descaro. Ella se zafó de aquellos dedos grasientos que pretendían atraerla al interior de aquella pocilga escondida del mundo, y salió despavorida, saltando los escalones de tres en tres. Solo podía pensar en su marido y lo mucho que se enfadaría si descubriera que se había puesto en peligro de una forma tan absurda. Desde lo alto le llegaron reclamos incoherentes que comenzaron en tono de súplica y acabaron en un griterío amenazante. Pero ella ya corría por la calle, aterrada, hacia su coche. Soy idiota. Ni rastro de Esteban.

Mientras conducía de vuelta al El Saler pensó que David, como miembro del cuerpo de policía, debía tener información privilegiada sobre los últimos movimientos de su cuenta heredada. La extracción de una cantidad considerable de dinero desde una sucursal bancaria de otra ciudad no debía haberle pasado inadvertida. Dentro de las premisas de estar casada con un inspector, estaba la de ser fiel a la verdad y la de caminar siempre en el lado luminoso de la vida. Y ella nunca había tenido secretos. Hasta ahora.

La calle central del pueblo le dio la bienvenida con un saludo callado y familiar que le provocó un alivio instantáneo. A uno y otro lado se alineaban las casas bajas con puertas de madera y macetas en las repisas de las ventanas. Allí nunca pasaba nada, por eso no vivían en la ciudad. Porque hacía años decidieron que preferían dormir en paz bajo un cielo estrellado y despertar con la brisa del mar, antes que diluirse en un mar de polución y gigantes avenidas de tránsito continuo.

El corazón le dio un vuelco al encontrar el Mercedes de su marido aparcado frente a la puerta de su casa. No lo esperaba hasta la caída de la tarde. Qué puñetas hace aquí. Aparcó muy cerca de la iglesia y salió del coche. Un hombre cruzó la calle frente a ella cargando en su hombro una escopeta y sujetando con la mano un saco henchido con el resultado de su jornada de caza. Paco, El Rojet, la saludó llevándose la mano a la visera de su gorra y siguió su camino. Todo el pueblo lo llamaba así porque era hijo del único pelirrojo que había nacido allí en el último siglo, y aunque él no lo era ni lo había sido nunca, lo que lo definía a ojos de todo el mundo eran sus raíces. A falta de dos generaciones predecesoras los habitantes eran forasteros. Un apodo anclaba al lugar y daba un peso específico en la comunidad. Ella le devolvió el saludo asintiendo afectuosamente. Sabía que en su juventud había sido amigo de su padre.

- Quan vullgau, esteu convidats! - le dijo levantando el saco con la carga a modo de trofeo.

Tras agradecerle la invitación, se dirigió hacia su casa, rumiando la excusa que le pondría a David por no estar dando clases en su academia de danza aquella mañana, y lo más importante, por haber olvidado comentárselo si quiera. Cuando entró en el recibidor se encontró un hogar silencioso y dormido. Ni siquiera Foc fue a recibirla a su llegada como era habitual. Colgó sus llaves de una clavija en la pared y saludó calladamente al retrato de sus abuelos. El ruido que produjo su bolso cuando lo depositó sobre la superficie de la mesa quebró el silencio. Al otro lado del salón, sentado en una mullida butaca, la esperaba David con un semblante inexpresivo. La perra estaba recostada sobre sus pies. Solo con mirarlo a los ojos se sintió desleal. 

- ¿Qué haces aquí tan pronto? - le preguntó inquieta ante su mutismo - . No te esperaba hasta la tarde.

Sobre la cómoda, aparecían sonrientes junto a su hija en una foto enmarcada tomada el año anterior durante un paseo en barca. Pero ahora él no sonreía.

- Sabes que algo no va bien - respondió por fin. Foc gimió y agachó las orejas. No estaban acostumbradas a oírlo hablar en un tono de voz tan áspero - . Hay cosas que están cambiando y temo que vayan a más... Fui a verte para asegurarme de que todo iba bien y me encontré la persiana de tu academia bajada. 

David se levantó y su altura la empequeñeció de pronto. Su postura erguida creaba un abismo entre los dos. Tras su aparente calma se escondía una furia reprimida y ella se estaba arrepintiendo de haberse dejado llevar por el pasado. Se sentía como una niña inconsciente.

- Fui a dar un paseo. No me encontraba bien - contestó perpetuando su mentira con un tono de voz afectado y débil.

Él la miró negando con la cabeza, como si su comportamiento díscolo no tuviera solución. Sin ni siquiera rozarla, caminó hacia la puerta y se puso la chaqueta.

- No vuelvas a dejarme fuera - advirtió en un tono tajante que no admitía réplica.

Y se marchó cerrando la puerta tras de sí, sin despedirse con un abrazo o un beso, una sequedad anormal en él. Pero sabía que a él esa frialdad emocional le dolía más que a ella.

Cuando oyó alejarse el ruido del motor de su coche, salió de la casa enjugándose una lágrima y caminó calle arriba. Desde que se había cruzado con El Rojet, una idea le rondaba la mente. Se detuvo frente a la puerta de su casa, pintada de azul y blanco, a tan solo tres números de la suya. Colgada sobre el interruptor de llamada, una baldosa de cerámica rezaba una proverbio valenciano

Cada ú en sa casa i Déu en la de tots

Leonor pensó que aquella frase no era demasiado hospitalaria i que definitivamente no invitaba a llamar a la puerta, pese a todo, pulsó con decisión. 

La señora Antonia abrió pasados unos segundos, limpiándose las manos en su delantal. Ella forzó una sonrisa improvisada.

- Leonor, bonica! - la esposa del Rojet la recibió calurosamente.

En aquel pueblo de tres calles cualquier habitante que superara el medio siglo, la había visto crecer, y por lo tanto sentía hacia ella un cariño especial. Aquel trato familiar era agradable como un abrazo. Allí nunca se sentía sola.

- Bon día. M´agradaría parlar amb el seu home - se justificó tratando de sonar natural y cándida. 

En el suelo, junto al aparador del recibidor y a los pies de la mujer, calzados con zapatillas de andar por casa, reparó en una gran caja repleta de cirios negros. Los había de todos los tamaños y no pudo evitar mirarlos con curiosidad.

- Els ciris de Tots Sants - le apuntó ajustándose las gafas - . Ja estém preparant la provessó i la misa. Pasa.

El pensar que en pocas semanas las calles del pueblo se llenarían de letanías, salmos y cirios en honor al Día de Difuntos, le erizó el vello de la nuca. Quizá no era el mejor momento para invocar a los muertos.

El interior de la casa le resultó sobrecargado en un batiburrillo de objetos pasados de moda. Había fotos de niños colgadas de las paredes, jarrones de llamativos colores, figurillas que aun conservaban las etiquetas de recuerdo del bautizo y tapetes de ganchillo sobre cada mueble. En la televisión un magazine matutino analizaba la desaparición de una adolescente. La señora Mercedes resopló y se detuvo unos instantes señalando la pantalla.

- Quant de malparit hi ha!. A la foguera tots!.

Ella asintió con la cabeza y continuaron andando al paso corto y seco que marcaba la anfitriona. La humedad de un clima costero siempre acababa pasando factura en los huesos a la vejez. El mar era un amante desagradecido que dejaba sus cicatrices. Cruzaron el salón hasta llegar a un patio interior. El Rojet se encontraba desplumando tordos sentado en una silla de mimbre. Las plumas se amontonaban en un cubo a sus pies aunque algunas flotaban de un lado a otro del patio, empujadas por el ligero soplo del viento. Aun llevaba puesta su gorra y cuando llegó parecía absorto en sus pensamientos.

- Qué se t´ofereix xiqueta? - preguntó sorprendido al verla.

Mientras esa generación viviera seguiría siendo una niña a sus ojos.

- Vullguera comprar-li una escopeta - el Rojet dejó su quehacer por un momento y la miró con interés manifiesto - . Vull regalár-li-la al meu home per a que vaja de caçera . Es una sorpresa. Vull comprar-li-la de segona mà per a començar.

David la condenaría si la estuviera escuchando, nunca había entendido la caza como afición. El año pasado había disparado a un hombre en la pierna cuando intentaba escapar tras cometer un atraco en una gasolinera con derramamiento de sangre de por medio. Las noches siguientes no había pegado ojo. Siempre decía que las armas las cargaba el diablo y que la sangre llamaba a la sangre. Una valoración llamativa para alguien que siempre llevaba un arma encima.

- La que puc vendret es una Benelli de les bones - el hombre se levantó sacudiéndose las manos y entró en la casa haciéndole un gesto para que esperara. 

Leonor echó un vistazo a su alrededor. Las paredes del patio estaban decoradas con macetas colgantes que aun lucían diminutas flores blancas y azules, y baldosas pintadas a mano con motivos valencianos. Ella aguardó inmóvil junto a la bolsa de pájaros muertos. Sin pensar en lo conveniente de su gesto se agachó y cogió uno para examinar la trayectoria del disparo a través de su pecho. Cuando el hombre volvió portando el arma en sus manos, lo dejó caer de nuevo dentro del saco. Examinó la escopeta y calibró su peso. Era grande pero podría hacerse con ella.

- Li done mil euros.

- Fet - contestó él cerrando el trato -. Però no et claves en líos - le susurró por lo bajo.

Leonor volvió a su casa con la escopeta colgada del hombro y una caja de cartuchos metida en el bolso. Su padre le había enseñado a manejarla cuando tan solo era una niña y la llevaba a cazar patos al lago de la Albufera. Por aquellas tierras la afición por la caza se había transmitido durante generaciones de padres a hijos como un bien cultural. Mientras caminaba por la calle sintió el escozor en la piel de algunas miradas curiosas que la observaban tras los visillos. A salvo de comentarios ajenos en el interior de su casa, escondió su adquisición y se marchó a recoger a su hija a la salida del colegio.

...........................

La mañana del día siguiente, David se marchó rayando el alba. Fue consciente de su beso en la mejilla pero no abrió los ojos hasta que no escuchó el sonido de la doble vuelta de la llave cerrando la puerta de entrada. Como si eso fuera suficiente. Se levantó y alzó la superficie de la cama. En el canapé guardaba toallas, sábanas y ropa de invierno. Debajo de su abrigo de paño se encontraba la escopeta que había comprado el día anterior. La cogió y volvió a la cama. Donde hacia una hora había estado el cuerpo caliente de su marido, ahora descansaba el arma de caza, fría y hierática. Cogió la caja de cartuchos de su bolso y la colocó bajo la almohada. Ahora se sentía mas segura. Aun tenía dos horas por delante para descansar.

Sabía que lo que se estaba acercando era una energía oscura e intangible, como una inmensa nube de tormenta para la que no estaban preparados. Los visitantes. Ella ya había saldado todas sus deudas con ellos. Recordó sus rostros deshacerse como la cera entre las llamas de su casa, sus alaridos ensordecedores maldiciendo a su asesino. Ellos iban a volver. Esteban la iba a buscar y él era quien los iba a traer de nuevo. Y ella era la puerta.

La ruinas de Manderley eran la puerta.









martes, 20 de septiembre de 2016

Pureza





Yo quiero mantenerme inocente como la risa de un niño. Entregarme al sueño sin temer que mi mundo se desmorone al despertar. Ofrecerte mi mano con confianza y regalarte mi corazón para fortalecerte y desterrar tus miedos.

El pasado ya se fue con sus desvelos y el futuro resulta incierto. No temas y descubre cada instante del presente: la lluvia en tu rostro, la calidez del fuego en tus manos, la tierra manchando tus pies y el aire alborotando tu cabello.

Sumérgete en el Aquí y Ahora y tu mirada no envejecerá. Sé poroso como una firme roca que se mantiene en el transcurrir del tiempo, deja que las vivencias pinten en tu piel dibujos caprichosos. 

Abraza y despide con afecto a aquellos que se crucen en tu camino. Déjate las entrañas en cada reto y muestra pasión ante la inspiración. Confía y camina. Ni los valles escarpados ni las montañas rocosas te detendrán. Haz las paces contigo mismo y perdona tus debilidades.

Al final del camino, habrá merecido la pena.
Deja que otros observen, tú habrás sido protagonista de tu vida.





viernes, 16 de septiembre de 2016

Añoranzas de El Saler por Maria Marco Marco




Hace 40 años mi tía abuela escribió sobre el transcurrir de la vida en el lugar donde vivió y murió: El Saler. 
Nadie como ella para sumergirnos en la realidad de otra época.
Para todos los que amáis este punto del mapa.
Donde estés, gracias por dejarnos este regalo.





Añoranzas de El Saler, mi amor.

Era muy chiquito, sí, verdaderamente pequeño, compuesto solamente de seis barracas y unas cuantas casitas de una sola planta, coquetonamente blancas, a algunas de las cuales, al pintarlas, le añadán a la cal un poco de azulete, como queriendo imitar la inmensidad del azul de mar en calma.

Tendría aproximadamente unos trescientos habitantes, casi todos emparentados entre sí, por lo que al dirigirnos a los mayores siempre les llamábamos tíos, con el apelativo cariñoso del nombre o el apodo.

Recuerdo que los vecinos nos hablábamos a través de las tapias de los corrales, donde solían criarse patos, pollos y conejos para el consumo de la casa. ¡ Cómo me relamo con el pensamiento al recordar el gusto tan exquisito de aquellos animales caseros, que tanto tiempo hace que desaparecieron de mi pueblo!.

Lo que más me gusta recordar y me conmueve, es que estos vecinos, en caso de necesidad, se volcaban todos a una en ayuda del necesitado y los mismo hacían en una fiesta cualquiera, nos reuníamos todos.

Lo mismo éramos en el momento de reír que de llorar, más incluso en el último caso.

Era cosa natural entonces, ver a la mayoría de la gente almorzar a la puerta de sus casas, en plena calle. A la hora de la cena se sacaban pequeñas mesitas a la calle y la luz de una pequeña bombilla, que no por iluminar menos era capaz de apagar la alegría de los asiduos comensales callejeros, como una gran reunión familiar se comentaban los incidentes de la jornada, casi siempre relacionada con las tareas del campo o de la pesca.

Al salir a la calle para cualquier recado y tropezar con cualquier vecino, había que cumplir los requisitos al caso: ¡Bona nit! ¡Bon profit!.

Nuestras diversiones también eran muy particulares, ya que no existía cine, ni televisión, ni clubs, ni sala de baile, solamente alguna que otra radio entre los mas pudientes del poblado, que por supuesto no querían que la tocase cualquiera, ya que entonces esto era un lujo. Pero la juventud, que nada amilana, se reunían tres o cuatro chicos y alquilaban a un acordeonista (que por cierto era un señor que tenía una pata de palo y tocaba rematadamente mal) que tocaba incansablemente y en mitad de la calle, en presencia de nuestros padres, nos contentábamos y sentíamos felices.

Este era nuestro solaz, aparte de nuestros maravilloso paseo del pueblo a la playa. ¡Quién no recuerda el túnel de frescura y verdor que formaban los pinos al entrelazarse sus ramas a lo largo de todo el paseo!.

No era corriente el ir al baño junto a los chicos, pues daba hasta vergüenza el enseñar las piernas, lo más era ponerse un vestido escotado. A veces, algún atrevido pedía ver las piernas, que no conseguía, por supuesto.

También se organizaban grandes partidas de pelota de las llamadas de Baqueta, que hacían las delicias de todos, y tanto nos entusiasmaban, que llegábamos hasta a pelearnos por alguna jugada mal cantada. ¡Val i net!.

La vida en El Saler era sana, tanto para el cuerpo como para el espíritu.

¡Y llegó el progreso!. Lo primero que vimos caer fue nuestra barraca más grande, la que llamábamos El Barco. No me gusta acordarme de este suceso. ¡ Que tristeza me produce el ver caer sus paredes blancas dejando al descubierto su amalgama de cañas y barro!. ¡ Qué tristeza ver despeinar su rubia techumbre del Borrà de nuestra pinada!. De su asiento salió una finca de apartamentos.

A partir de entonces les dio la fiebre a todos nuestros convecinos, y se empezó a construir esos palomares que hacen que no nos conozcamos ni los antiguos vecinos.

¡Qué lástima de nuestras barracas, tan calentitas en el invierno y frescas en el verano, con sus patios llenos de flores y su típica parra, a cuya sombra nos comíamos nuestras paellas y nuestras sulces sandias, criadas en los arenales!.


Maria Marco Marco



Tras la movilización ciudadana de los años setenta, el proyecto de urbanización se paralizó. Hoy en día el lago de la Albufera y la Dehesa de El Saler conforman el primer Parque Natural valenciano.




miércoles, 14 de septiembre de 2016

Te invito a mi fiesta




Déjate llevar, deja que te lleve.
Olvida lo que crees saber sobre el Amor y sobre el Odio.



Oculta tu rostro y con él tus prejuicios sobre aquello que el hombre teme.

Deslízate. Baja uno a uno los escalones. Si titubeas yo te empujo.

Olvida el nombre de tu madre solo por unas horas.




Cuando llegues escucha la música, observa los cuadros y recita poemas.
Deléitate.

Baila. Goza. Ama.
Abandónate.




Hoy podrás volver a ser tu mismo y reconocerte en el espejo.

Mañana volverás al mundo con tu verdadero disfraz que es tu uniforme, y tu máscara que es tu sonrisa indiferente.




Olvida el papel que otros te dieron porque aquí eres instinto.



Hoy te invito a mi fiesta. Solo por esta noche. Nunca más podrás volver.




Si quieres saber la contraseña, busca dentro de tu alma, arroja tus miedos fuera y la luz que quede, se convertirá en palabra.



sábado, 10 de septiembre de 2016

Manderley en ruinas. Cap 3. Evocando abrazos rotos.








Capítulo 3. Evocando abrazos rotos.



En aquella habitación oscura solo se escuchaban sus respiraciones y el roce de las sábanas contra sus cuerpos. El peso de él la hundía ligeramente en el colchón mientras ella lo envolvía con su abrazo. Lo arañó y sus dedos resbalaron en el sudor de su espalda mientras que su lengua se deshacía en la humedad de su boca. Esteban estaba allí con ella desprendiendo ese olor a tierra salvaje y ceniza que la aturdía, devorándola con el ansia de un animal sin dueño, escondido tras unos ojos turbios y oscuros de fiera desdichada. Afuera el mundo seguía su curso pero a ella le traía sin cuidado. Acomodada en la trinchera de su ardiente pecho olvidaba el ladrido de los perros, la ruta del autobús más cercano o si había comido ese día. 

De pronto él se escurrió de entre sus brazos y se incorporó en la cama. La miró desde un universo lejano, desde un mundo de tinieblas, y ella intentó en vano aferrarlo por las muñecas para atraerlo de nuevo hacia sí. 

- Tienes que marcharte - le ordenó él con su voz grave y profunda y un deje  inexpresivo.

Pero ella negó con la cabeza una y otra vez, asustada ante la idea de separarse de él y tener que reconciliarse en soledad con su fracaso. Sabía que él la quería y que lo que deseaba era alejarla de su dolor, pero ella se había acostumbrado a sobrevivir en las sombras. Podían compartir sus cicatrices.

Esteban se revolvió exasperado, y en un gesto demasiado rápido para tan siquiera adivinarlo, sacó una pistola de debajo del colchón. Sin temblarle el pulso le apuntó con ella directamente a la frente. Su expresión era fría y su postura amenazante. Ella no sintió miedo. Ella no lo temía. Lo conocía. Era suyo.

- Si no te vas ahora, yo me iré - amenazó él.

- Pero me buscarás - sentenció ella, desafiante, como quien conoce un secreto milenario, irguiendo la barbilla y apartando suavemente el arma hacia un lado.

Él la besó con rendición y abandono, derramando por su boca un elixir con sabor a despedida. Cuando se separaron, tras unos instantes perturbadores de abandono, sintió deseos de beber una vaso de agua, así que alargó la mano y accionó el interruptor de la lámpara de noche. Primero rozó un bulto extrañamente carnoso con sus pies, lo cual la inquietó, pero cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, advirtió conmocionada la presencia de una acumulación de cuerpos inertes que rodeaban la cama, tirados en el suelo en posiciones grotescas y antinaturales. Reparó en los charcos de sangre sobre las baldosas y el olor a putrefacción que alcanzaba ahora sus fosas nasales. Frente a ella, el cadáver de un hombre apoyado en la pared, la miraba con ojos huecos y una mueca sarcástica en el rostro. Un hilillo de sangre se derramaba de un diminuto orificio dibujado entre sus cejas. Esteban lloraba golpeándose el pecho mientras ella gritaba sin poder parar.

.....................

- Mamá despierta. Es una pesadilla. 

Su hija le acariciaba la cara sentada en el borde de la cama, vestida con su pijama de osos. Su enmarañada melena castaña enmarcaba su pequeña cara redonda de mejillas sonrosadas. A su lado la cama estaba vacía, David ya se había marchado.

- Ven - le dijo palmeando el colchón a su lado - , acuéstate conmigo hasta que suene el despertador.

Durmieron abrazadas una hora más y esta vez, fue un sueño tranquilo y reparador, mientras respiraban al unísono cogidas de la mano. El olor del pelo de Luz la anclaba a una realidad segura desde la inconsciencia del sueño. Así todo estaba bien. Ella alejaba sus fantasmas.

Aquella mañana Leonor estuvo torpe y distraída en el desarrollo de sus quehaceres diarios. Su mente volaba hacia otra piel y otra vida. Su antiguo amante llenaba sus pensamientos y la acompañaba a cada paso. Mientras lavaba sus dientes o calentaba la leche allí estaba la mirada descreída de Esteban. Bajo la calidez del agua de la ducha, no pudo evitar evocar aquella habitación oscura en la primera hora de la tarde, donde la luz se colaba por entre las rendijas de las persianas bajadas, revelando así las nubes de partículas de polvo que flotaban sobre sus cuerpos. Se peinó sintiendo el aliento de él en su cuello y cuando su hija la miró desde el umbral de la puerta mostrándole un bol de cereales vacío que había pasado por alto rellenar, se sentó en el borde de la bañera y respiró hondo. No entendía por qué después de tantos años y tanto horror, divagaba recordando sus encuentros, dejándose seducir por un sueño absurdo que la había conmocionado sobremanera. Esteban era un asesino a sueldo, un monstruo. Por eso había desaparecido de su vida. Porque la amaba. Solo quería odiarlo.

En la calle las campanas de la iglesia llamaban a misa de difuntos en un rítmico lamento, la cadencia de las campanas era más solemne y lenta de lo habitual. Descorrió las cortinas de la ventana de su habitación y se asomó a través de las rejas. Una decena de mujeres enlutadas aguardaban frente al portón de madera de la entrada. Leonor le hizo un gesto a una de ellas para que se acercara.

- Quí ha faltat? - preguntó expectante.

- La tía Teresa, xiqueta, que Déu la tinga en la gloria - contestó una anciana menuda de pelo blanco y ojos chicos, mientras dirigía su mirada hacia el azul del cielo despejado.

Por un momento la imagen de Esteban se diluyó en su mente cediendo paso a la de la anciana con la que había convivido en La Casona durante su época de juventud. Ambas se habían hecho compañía en sus años de soledad y pérdida. Teresa la había cuidado con sus guisos, sus remiendos y su alegre cháchara tras enviudar y quedarse sola en el pueblo, y ella había sido una niña con un corazón y un tobillo roto, que ni podía bailar en escenarios de renombre, ni podía amar al hombre de sus sueños.

La buena mujer había estado en la casa cuando se incendió. No, cuando la incendiaron. Y vivió junto a ella la pesadilla de los visitantes que no se marcharon hasta que no vieron desmoronarse los muros de su hogar pasto de la fiereza de las llamas. En los últimos tiempos había vivido recogida en su casa del pueblo, recibiendo las visitas de sus vecinas que la apreciaban tras una larga vida y una conducta ejemplar. Leonor nunca había dejado de visitarla y en infinitas ocasiones se las había visto pasear juntas por la plaza. Aquel era un día triste.

Se llevó una mano al estómago y con la otra se tapó los ojos derramado lágrimas sinceras con pesar. Miró a su hija que permanecía muda en un ángulo de la habitación y se había vestido sola con una combinación incongruente de colores. Se agachó y acariciándole el pelo la besó en la mejilla tiernamente. A unos metros escucharon los sentidos gimoteos de Foc, mientras rascaba la puerta de la calle con sus patas en un intento desesperado de salir y formar parte de la comitiva de plañideras congregadas al otro lado. 

- Hoy no vamos a ir al cole, ni mamá va a abrir la academia - dijo de pronto tragando saliva y sonriendo para no asustar a Luz - . Hoy vamos a despedir para siempre a la tía Teresa.

Leonor se dirigió a su armario con expresión compungida y un nudo de nervios en el estómago. Escogió un vestido negro de corte sobrio pues no quería suscitar comentarios malintencionados. Su abuela siempre le había dicho que el dolor se sentía y se mostraba. Ni música ni estridencias. De repente se sintió débil. Su padre había fallecido hacía años y su madre estaba lejos. Con la anciana había perdido también una parte de su pasado y eso la asustó. Era un abrazo menos y una añoranza más. Vistió a su hija con un vestido verde oscuro y le recogió el pelo en una coleta alta. Descorrió la cortina y vio que en la calle crecía la congregación de gente del pueblo que quería darle su último adiós a una mujer que jamás había dado que hablar ni había ocasionado malestar a nadie. No era un logro fácil, aunque en aquel lugar del mapa era lo que se esperaba de cualquier persona de bien.

El coche fúnebre recorrió lentamente la calle con sus cristales tintados y el grupo se abrió para dejarle paso entre murmullos y palabras de desconsuelo. Entonces cogió el móvil y llamó a su marido.

- ¿Dónde me has escondido hoy las llaves de casa?.

Desde que habían descubierto su tendencia al sonambulismo, él le cerraba la puerta de la casa con llave para boicotear sus intentos de adentrarse en la pinada dormida y llegar hasta las ruinas solitarias de Manderley. Tenía que llamarlo para averiguar dónde estaban sus llaves, una rutina que había resultado ser un juego entre ambos, pues en ocasiones David le dejaba la respuesta escrita en forma de acertijo, pero hoy no era un día para chanzas. Tras rescatarlas del cajón de su ropa interior, la niña y ella salieron a la calle cogidas de la mano. 

El ataúd ya había sido colocado en el interior del templo y la gente iba entrando poco a poco para acomodarse en los bancos de madera. El espacio, estructurado en una única nave, era reducido en sus dimensiones y no podía albergar a más de cincuenta personas sentadas, por lo que algunos vecinos traían bajo el brazo sus propias sillas plegables sin ningún pudor. A la entrada de la iglesia aun se congregaba una muchedumbre enlutada y silenciosa. Un grupo de mujeres reparó en su presencia y se acercaron a darle el pésame, sabedoras de la estrecha relación que la unía con la difunta. Leonor las besó en las mejillas agradecida por las sinceras muestras de afecto. La energía que emanaba de ellas era cálida y maternal, y sus auras lucían colores apagados debido a la tristeza. Entre saludos y abrazos se descubrió buscando por entre el gentío una presencia inusual, una figura oscura y masculina que la espiara desde detrás de un coche o una farola a lo lejos, aprovechando aquellos momentos de intercambio de impresiones y frases lapidarias. No som ningú. Sentía un constante escozor en la nuca, como si fuera objeto de intensas y perturbadoras miradas, pero no logró vislumbrar nada fuera de lo común.

Por fin entraron solemnes y aun cogidas de la mano a la penumbra del interior. La decoración era austera y los muros se presentaban lisos y enlucidos. Las escasas figuras de santos se alzaban a un lado y a otro de la nave, con expresión bondadosa de pincelada tosca y una volumetría simple en su talla. Unos débiles rayos de sol entraban por la vidriera del frontón principal iluminando la cruz del Cristo del altar. Caminaron hasta el muestrario de cirios blancos que se hallaba colocado en un ángulo lateral, bajo la imagen de la Virgen de los Desamparados que tanta devoción despertaba entre los fieles, y tras ofrecer un donativo encendieron dos velas.

- Para que su llama ilumine el camino de su alma - le susurró a Luz en el oído.

Tomaron asiento en la primera fila, pues sus ocupantes al verlas se echaron a un lado consideradamente. Frente a ellas, la presencia del ataúd resultaba perturbadora. Presentaba un perímetro exagonal y era de madera clara. Leonor sintió un gran alivio al reparar en que estaba cerrado, un detalle por el que dio gracias calladamente, no así como otros asistentes a la misa, pues escuchó el lamento de una anciana a sus espaldas que se afligía por no poder mirar a su amiga a la cara por última vez. Ella pensó que así lo habría dejado por escrito la tía Teresa en cuanto a los pormenores de la organización de su funeral.

El banco estaba ocupado también por los dueños del hostal de la plaza, un matrimonio con fama de bien avenido, trabajadores y modestos, y su hija veinteañera, a la que habían dado una formación exquisita en una universidad bilingüe de pago. Leonor miró a la joven y le sonrió, lucía preciosa con sus mejillas llenas y su pelo trenzado a la espalda. La vio envuelta en una burbuja de luz rosácea propia de la maternidad. Su vientre aun no mostraba abultamiento alguno pero una vida se estaba gestando en su interior. Se inclinó hacia ella y le susurró la enhorabuena al oído, pero la muchacha negó con la cabeza y se mantuvo erguida haciendo caso omiso a su comentario, mirando hacia el cura que había llegado al altar con sus vestiduras ceremoniales. Era embarazoso conocer los secretos ajenos. Confiaba en que sus padres no se hubieran percatado de su felicitación inoportuna.

El oficiante era un hombre de mediana edad, de rasgos afables y mirada limpia, que los invitó a levantarse para santiguarse y encomendarse al altísimo en aquel día de despedida. A partir de ese momento se sucedieron oraciones y lecturas de los Santos Evangelios, acompañadas de cánticos cuya letra ni siquiera recordaba. Algunas mujeres elevaban su voz por encima de las otras, entonando cada nota y buscando cierto protagonismo. Ella permaneció en silencio con los labios sellados, escuchando las voces disonantes en silencio y resuelta a no volver a realizar un comentario fuera de lugar nunca más. Cuando llegó el momento de rogar por la salvación de la difunta, oró por la mujer que la cuidó mientras las fuerzas oscuras que vagaban a su alrededor la consumían sin piedad. Tras unos minutos sin palabras, el grueso de los asistentes elevó su voz al unísono.


Dios te salve, Maria;
llena eres de gracia ...

De pronto, un pensamiento le cruzó por la mente como una revelación que hubiese estado demasiado tiempo enterrada. Leonor dejó de pronunciar las palabras de la oración y miró a su hija sentada a su lado. Esperó. Era admirable y especial, en todo momento se había mostrado respetuosa y paciente, comportándose como una adulta a lo largo de la ceremonia cuando no era más que una niña pequeña.

- Cariño, ¿tú ves a la tía Teresa? - le preguntó de pronto.

... El señor es contigo;
bendita tu eres entre todas las mujeres ...


- Si mamá. Está todo el tiempo de pie al lado de su caja - respondió con calma, como si resultara un hecho evidente.

Tragó saliva. El murmullo de la oración se extendía por cada recodo del templo a modo de letanía envolvente..

... Y bendito es el fruto de tu vientre Jesus.

Leonor miró a su espalda. En el banco de atrás una mujer septuagenaria cuyos ojos eran dos finas rendijas desde las que aun brillaba la llama de la curiosidad las miraba sin disimulo y evidente interés. Volvió a fijar su atención en Luz.

- ¿Ella está bien? - le preguntó. Y esta vez se sorprendió a sí misma dándole credibilidad en un asunto tan delicado, pero hasta ella podía ver o saber ciertas cosas inusuales desde el incendio.

La niña negó con la cabeza y torció el gesto.

- No se puede marchar. Es por ti mamá - y el corazón le dio un vuelco en el pecho-, dice que la vas a necesitar cuando vuelvan.


...................

Cuando la misa finalizó, ambas recorrieron juntas el pasillo central hasta el portón de la entrada principal. Las figuras hieráticas de los santos las despidieron con su mirada de caricatura, mientras avanzaban por la nave abarrotada para alcanzar el exterior, sin detenerse en conversaciones vanas. Necesitaba salir a la calle y sentir los rayos del sol de la mañana sobre su rostro. Los nervios le presionaban el estómago y sentía la boca seca. Las recibió el ambiente gris de un paisaje de tormenta. La calle se presentó ante ellas sumida en una oscuridad tenebrosa, bajo una abismal y espesa nube amenazante que cubría su casa por completo.

 A su lado, una mujer ahogó un grito mientras dirigía su mirada al cielo.

- No es un núvol! - exclamó una voz masculina teñida de sorpresa.

Desconcertadas elevaron sus ojos al cielo. Lo que en principio habían tomado por una descomunal nube gris, era una agrupación de estorninos que volaba en círculos sobre el tejado de su casa, frente a ellos. Como si su hogar fuera el epicentro de su existencia coral, dando lugar a un manto denso y oscuro de cientos de aves que elevaban gradualmente sus trinos. El asombro fue general y el desconcierto creció a medida que el sonido que proferían fue ganando volumen sobre las voces de los allí presentes. Vio a Foc asomada a la ventana, ladrando nerviosa, y a su hija elevando sus manos hacia ella para que la cogiera en brazos, asustada ante aquella estridencia animal que amenazaba con caer sobre sus cabezas. A medida que los vecinos salían de la iglesia enmudecían ante aquel espectáculo insólito, hermoso e inquietante al mismo tiempo. Todos permanecieron allí mirando el cielo, mudos y extasiados, y cuando se cansaron, volvieron sus miradas hacia Leonor y su hija, como si ellas tuvieran la respuesta a aquel fenómeno.

El Mercedes de David se deslizó en aquel momento por la calle silenciado por el sonido ambiental. Cuando aparcó y bajó del coche para abrirse paso entre la gente, Leonor permanecía abrazada a su hija sin saber muy bien qué hacer. Su gran estatura le daba una amplia ventaja de visibilidad sobre el resto, por lo que pudo localizarla de inmediato. Ella lo vio llegar precedido de aquella luz blanca que siempre lo envolvía. Se sintió reconfortada y aliviada al verlo, con los destellos rubios de su cabello y sus ojos de agua. Había vuelto del trabajo para asistir al funeral. Se abrazaron y juntos elevaron la vista hacia el cielo. La intensidad de los trinos se había vuelto un clamor sobre sus cabezas. Él le habló al oído.

- Yo sé que tú puedes hacer que se vayan.

Ella lo miró sorprendida. Jamás hubiera esperado aquella afirmación. Su fe ciega en él la obligó a planteárselo. No había nadie que la quisiera como David. Respiró hondo y cerró los ojos. Con él a su lado no sentía miedo y todo era posible. Cuando los volvió a abrir su expresión era sombría.

- FUERA.

Y los estorninos comenzaron a dispersarse dejando que los rayos de sol de la mañana bañaran con su luz la vidriera del frontón de la iglesia.