domingo, 31 de julio de 2016

Dulce. Confesiones de una asesina. 1998



Son las siete de la tarde. Ya ha oscurecido. Aquí dentro hace frío, mucho frío. Fuera está nevando.

Camino lentamente entre la gente, no conozco a casi nadie. El silencio se cuela por cada recodo de la estancia, traspasa las paredes y baila amargamente sobre el rostro de cada persona presente.

El llanto de un niño rasga la quietud del ambiente. ¿Por qué lo habrán traído aquí?. Tras recibir el chupete cae en un delicado estado de sopor.

Me aproximo hacia el pequeño grupo congregado alrededor del ataúd. Todos lloran en silencio. Me acerco a tu madre y le doy un beso mudo en la arrugada mejilla. Busco con la mirada y no encuentro a tu padre. Tú eras su princesa. Pobre hombre. No ha podido afrontar la situación.

Me hago un hueco dentro del pequeño grupo y te miro...

Tengo que cerrar los ojos. Sigues siendo un ángel. Tu piel, nívea y sedosa, desprende una sutil luz que te envuelve. La única y verdadera luz que ilumina la sala a pesar de que la muerte te acuna en sus brazos. Tus finos párpados cubren las pequeñas joyas que un día fueron los miradores de tu alma. Un abismo al que yo me asomaba con veneración. Tu boca... redonda y carnosa como una dulce fruta madura. Dulce como tu misma, Dulce como tu nombre. Un torrente de rizos castaños enmarca tu rostro y descansa sobre tu pecho. Pareces una leyenda. Irreal en tu juventud truncada. Y ahora te marchas deslizándote entre las nubes como el ángel más bello.

El llanto del niño me sobresalta y me retrae de mis pensamientos. Con paso rápido me dirijo a la salida abriéndome paso de una forma un tanto brusca mientras todos me miran. Necesito respirar. Abro la puerta y la temperatura helada golpea mi rostro y mis manos. Empiezo a correr por la calle desierta, cada vez más deprisa, sin importarme nada.

Llego a un parque y me dejo caer en la hierba mojada. Ahora las lágrimas me abrasan las mejillas. Es la primera vez que lloro desde que te empujé. Simplemente pensé que no te lloraría. Empiezo a tiritar pero no me importa.

La noche tachonada de estrellas me abraza y me consuela. Es una noche preciosa. Fría y hermosa como tú lo eres ahora. Estoy muy cansada. Cierro los ojos y empiezo a recordar.

París. Todo comenzó en París. Solas tú y yo y la perspectiva de que todo podía suceder en aquel curso de tercero de carrera en el extranjero. La intensidad de aquella aventura hizo surgir una euforia desconocida en mí. La voracidad de mis anhelos no tenía límites.

El primer cuadrimestre fue maravilloso. Recuerdo nuestros largos paseos nocturnos por la ciudad agarradas de la cintura, éramos felices y tu risa adornaba la noche.

París nos conquistó. Sus antiguos edificios de característicos tejados, sus anchas calles, sus teatros... Nos recuerdo paseando una noche cogidas de la mano por los Campos Elíseos, estabas realmente exultante de felicidad. De improviso soltaste mi mano y echaste a correr tarareando La Vie en Rose, y yo te seguí riéndome a carcajadas, mientras tú arañabas el viento con las manos extendidas.

Allí nos sentíamos libres. París era una ciudad viva que se alimentaba del bullicio nocturno, del olor de las flores que poblaban las terrazas, de la melodía de los violines que improvisaban sus notas en plena calle para deleite de quién quisiera escuchar. Parece como si ahora mismo la estuviera oyendo. Una melodía ebria de sentimientos llenos de amor. 

Una noche como otra cualquiera me cogiste de la cintura y empezamos a bailar aquella partitura mágica sin importarnos las miradas curiosas, sin importarnos nada más que nosotras mismas y nuestra personal visión del mundo. Te quiero te susurré al oído. Tú te reíste y me abrazaste con más fuerza. Fue la mejor época de mi vida.

Mi mundo empezó a resquebrajarse en Febrero. Al principio el cambio fue muy sutil y tus escapadas apenas llamativas. Pero poco a poco el vacío de tu ausencia fue creciendo hasta adquirir la consistencia de un animal muerto. En nuestro piso, el silencio de cada habitación se me antojaba insoportable. Intenté ser comprensiva, pero ahora sé que pequé de ingenua. Pensé que necesitabas estar sola, realizarte como persona, descubrirte a ti misma en las calles de París.

Una noche llegaste a casa muy tarde. Yo te esperaba despierta con un nudo de nervios en el estómago y el pánico empapando mi piel.No me viste sentada en el sillón pese a que la pequeña lámpara de gas estaba encendida. Me percaté de tu andar antinatural y comprendí que habías bebido. Eso me enojó mucho. La furia clavó sus garras en mi garganta y empecé a gritarte como si fueras una niña. Me vi encadenando frases condenatorias, hablándote de los peligros que corría una mujer sola por la noche en una gran ciudad. Tú me mirabas con unos ojos desorbitados y abismales. No paré de gritar hasta que reparé en la rosa que sostenías en tu trémula mano. Una rosa roja.

Me detuve en seco y contuve el aliento. Los pétalos abiertos me miraban pacientemente. Eran tan intensos, tan vivos, que no pude soportar el mirarlos. Detrás de aquella rosa exultante se escondía la mirada de un hombre.

De repente mi cuerpo pesaba demasiado, al igual que mi mirada. Turbada, caí de rodillas y clavé la mirada en las baldosas grises del suelo. Intuí tu expresión lastimera sobre mi nuca pero no tuve valor para alzar la vista. Hundí la cabeza en mi pecho y empecé a sollozar.

- Esta rosa -dijiste con voz firme-, me ha hecho muy feliz esta noche. Y esta felicidad es la que yo quiero. Descansa amiga.

Y con paso decidido te fuiste a tu habitación.

Me desplomé en el suelo, creyéndome morir de miedo y soledad. No sé cuántas horas pasaron pero recuerdo que me acostumbré a la frialdad del suelo y mis músculos se entumecieron. Allí, inerte, inmersa en la nada, recordé la habitación de los espejos de la casa de tus padres y la barra de madera maciza que utilizabas para practicar tus ejercicios de danza. Cuando iba a verte me pedías que me sentara en el suelo para admirar tus gestos. Te alababa la suprema adoración con la que te contemplaba. ¡Empieza la función!, exclamabas con voz infantil, y al son de la música de Tchaikovsky comenzabas a girar y a girar en torno a la habitación. Tus diminutos pies se alzaban sobre las punteras de tus zapatillas rosas y tu vestido flotaba como una dulce nube de tul. Si, Dulce. Tu figura etérea se multiplicaba engañosamente en cada uno de los espejos y yo gozaba al contemplar la luz que entraba, viva y ansiosa, a través de los ventanales, y jugaba sobre tu rostro y se escurría entre tus dedos. Tu risa de niña, infinita, sin límites, chocaba contra la superficie de los espejos produciendo un sonoro eco en la estancia vacía. ¿ Es que entonces yo ya te quería de esa manera que no sabía verbalizar?.

Volví al presente y me sentí brutalmente desgarrada. Tú lo habías sabido durante mucho tiempo. Sabías que lo eras todo para mí y te habías deleitado de una manera cruel y vanidosa.

Al día siguiente no hablamos del tema ni tampoco los días que siguieron. Tuve que callarme y tolerar tus idas y venidas y todo por no perderte. Sentía una quemazón constante bajo mi aparente calma, como el ronroneo de una fiera que precede al rugido más ensordecedor.

Fue antes de los exámenes finales cuando me dijiste que no regresarías a España y le pusiste nombre por vez primera a ese hombre especial que ahora iluminaba tu vida. Creí morirme. Experimenté la pérdida de consistencia de todo  mi ser y me diluí en una negrura inescrutable. Y al deslizarme por la insondable oscuridad me perdí para siempre. Perdí la fe, que arrastró consigo, en señal de venganza, a la razón.

Yo te quería. Yo siempre había soñado con compartir nuestras vidas. No me arrepiento de lo que hice.

Fue fácil. Caíste rodando las escaleras de una forma estrepitosa, y tú, tan frágil, pequeña y delicada, te rompiste casi todas las vértebras y el cuello. ¡Oh, Dios!, tu cuello. Aún recuerdo el chasquido que emitió al torcerse violentamente hacia el lado derecho. Aquella postura tan antinatural, tu oreja descansando en tu hombro te daba la apariencia de una graciosa muñeca de trapo. Cuerpo flácido, mirada vacía... Toda una muñeca, para comerte a besos.

Un hilillo de sangre roja brillante te caía de la comisura de los labios. Me acerqué a tu rostro y lo recorrí con la punta de mi lengua. Cerré los ojos y saboreé tu sangre escurriéndose lentamente por el interior de mi garganta. Sabía dulce. Dulce como tu nombre.

 Eras más mía que nunca y te canté la Vie en Rose por última vez.


1 comentario:

  1. Extraordinarias descripciones que nos acercan a los personajes casi sin darnos cuenta.

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