Aquella mañana de Abril se presentaba agitada. Un tumulto en absoluto habitual se adivinaba fuera de las murallas del convento. Leonor se santiguó arrodillada en las frías losas de piedra de su celda mientras apretaba con fuerza las cuentas del rosario contra su pecho. “Protégenos señor”, masculló entre dientes.
Faltaban todavía un par de horas para el despuntar del alba y encontrarse con sus hermanas en el refectorio. Allí, con el cabello deshecho y la espartana camisola de dormir rezó para que aquellos hombres santos que levantaban su campamento en los extensos jardines que conformaban las tierras de Ruzafa, aportaran luz y esperanza a una doctrina amenazada por un dios pagano de palabras ininteligibles llamado Alá. Las campanas de Nuestra Señora de los Ángeles no tardarían en repicar para dar la bienvenida al Rey Don Jaime I de Aragón y su bravo y hambriento ejército de hombres de fe.
La mañana se escurrió entre los fogones llameantes de la cocina que daban sabor a los múltiples guisos de carne que las hermanas llevarían a mediodía al campamento de aquellos hombres cuya única patria era Tierra Santa. En el rostro de aquellas religiosas que trabajaban con premura se dibujaba una expectación nunca antes vivida y mal disimulada. Leonor, que removía un caldo de verduras, intentaba aplacar su nerviosismo repitiéndose mentalmente una serie de letanías. A ella le habían encomendado la tarea junto a las otras novicias más jóvenes de salir y abastecer a los soldados del séquito del rey de comida y bebida suficiente para aplacar sus ánimos durante la jornada. A sus quince años, carecía de mundo más allá del de su casa familiar y ahora el del convento. A penas había mantenido contacto estrecho con hombres a excepción de sus hermanos, con los que había compartido juegos de infancia. Aquellos compañeros de juegos le contaban leyendas sobre caballeros valerosos defensores de la fe, fieros como leones en el fragor de la batalla y devotos seguidores de Cristo. Se disfrazaban con telas blancas a modo de capa, alzaban sus palos simulando ser lanzas y gritaban: “¡Somos Templarios!”… y ahora, estaban ahí fuera.
Leonor se alisó el hábito y respiró hondo cuando la portezuela principal del convento se abrió. A su lado, otra joven religiosa le dirigió una mirada cargada de suspicacia al percatarse de estos gestos nerviosos.
Los terrenos circundantes habían sido tomados por un ejército tranquilo y sosegado, establecido en un despliegue de tiendas de campaña y estandartes, a la manera tradicional romana, de modo que la organización en cuadrícula permitía al séquito de jóvenes piadosas abrirse paso con facilidad entre las huestes, mientras portaban los humeantes calderos. Las hermanas no alzaban apenas el gesto, en señal de contención y recato, y se limitaban a seguir los pasos firmes de la madre superiora. La curiosidad de Leonor se sobrepuso a su modestia cuando alzó deliberadamente la mirada y se empapó de aquella panorámica de hombres corpulentos, lanzas, escudos y lustrosos caballos.
Finalmente la madre superiora, con gesto servil, se detuvo frente a una tienda de grandes dimensiones, que albergaba una cuarentena de soldados sentados alrededor de sendas mesas alargadas. Los hombres esperaban su sustento en una actitud calma. Fue recibida por un hombre de mirada amable y gesto sosegado, ante el cual, aquella mujer ya entrada en el medio siglo, se inclinó en señal de profundo respeto. Don Jaime I de Aragón cogió las manos de la beata de manera afectuosa. “Estos guisos valencianos conferirán a nuestros hombres fuerzas renovadas tras el largo viaje. Que Dios bendiga su contribución madre.” Aquel hombre de barba y cabello rojizo, de mirada afable, se proponía alzar las armas contra el rey moro Zayyan y hostigarle para que abandonara el reino de Valencia. Las jóvenes lo miraron por el rabillo del ojo llenas de devoción.
Sin alzar apenas la mirada, Leonor y otra muchacha empezaron a llenar a cucharones los cuencos de aquellos siervos de Cristo. Aquellos hombres vestidos con túnicas de lana blanca y pesadas capas, que ostentaban las distintivas cruces bermejas de la orden, despedían un olor penetrante a sudor y tierra que lejos de incomodarla despertaba en ella unos instintos que habían empezado a manifestarse ya con la llegada de la primavera. Nunca supo muy bien qué fue aquello que la impulsó a alzar la mirada sobre el rostro del último soldado de la interminable mesa, quizá su sangre que hervía a borbotones con cada rayo de sol, como una flor que espera a que nazca la primavera para explotar en un estallido de color, quizá la pura curiosidad por aquellos caballeros mitificados por sus hermanos pequeños, cuya vestimenta podía ahora rozar con su sayo, pero lo cierto es que toda contención quedó anulada cuando al llegar al último cuenco vacio Leonor levantó la vista.
La fijó, primero con cautela y luego con descaro, en un joven de no más de veinte años, Alonso del Cano, de pelo corto y unos ojos oscuros que le devolvían la mirada con determinación. Medio divertido, el joven acabó esbozando una sonrisa mientras aquella niña de tez suave le servía su ración. Finalmente, no queriendo por decoro dirigirse directamente a ella, se inclinó hacía el compañero que engullía la comida a su lado, y con ánimo de provocar a la monjita descarada, susurró en un tono audible para que ella lo oyera: “Esta chiquilla tiene ojos de mora”.
Leonor dio un respingo que la hizo dar un pequeño bote hacia atrás. Afrontada por un comentario que ella consideraba tan desafortunado se alejo con nerviosismo de la mesa en busca de la madre superiora. Solo deseaba volver al convento. Las lágrimas amenazaron con perturbar su níveo rostro cuando recordó a sus ancianas tías instigar a su padre a consagrarla a la vida secular. “De lo contrario – le decían- esos ojos verdes, demasiado grandes, demasiado espesos, no le traerán nada bueno”.
Ya está bien por hoy – pienso satisfecha mientras bajo la pantalla de mi ordenador portátil y me desperezo en la silla estirando los brazos hacia las vigas de madera del techo. La noche está tranquila y una suave brisa entra por el doble ventanal. Bendita brisa, agradezco después de una calurosa jornada de agosto.
La historia de la niña cristiana con ojos de mora se me ocurrió una tarde que deambulaba por el barrio ensimismada en mis pensamientos y llegué hasta los muros del que había sido el convento de Santa María de los Ángeles. Cuando posé mis manos sobre la piedra cerré brevemente los ojos en busca de algún tipo de inspiración y dejé que las posibles vivencias de las mujeres que allí habitaron me inundaran la mente. El torrente de imágenes no tardó en llegar en forma de fogonazos instantáneos que saturaron mi retina en apenas unos segundos. Cuando volví a abrir mis párpados la joven Leonor ya había quedado atrapada en mi pensamiento. Entonces supe que esta historia te gustaría.
La brisa es tan complaciente que invita a salir al balcón. Dejo que mi mirada se pierda sobre los tejados de Ruzafa. De las terrazas de los locales se elevan risas y palabras encendidas de conversaciones perdidas. La luna, allá en lo alto es tan redonda y luminosa que no puedo evitar sonreír. Acaricio mi vientre amorosamente. Hace seis meses que he empezado a escribir historias para ti, relatos que encuadernaré bajo un título común: ORÍGENES, para que cuando llegues y empieces a entender, conozcas tus raíces: tu barrio, tu ciudad y tu gente.
Entro en casa, apago las luces y después de lavarme los dientes me dirijo sigilosamente al dormitorio donde tu padre duerme a pierna suelta a un lado de la cama. Antes de caer en un profundo sueño poblado de templarios, jóvenes religiosas y moros asediados, pienso en que mañana es domingo y no tengo ni leche ni pan. No importa, bajaré a la pequeña tienda de comestibles de Hamid. Ese hombre de tez oscura y ajada siempre tiene una sonrisa complaciente para mí y una retahíla de lo que supongo son bendiciones para ti que aun estás en mi vientre. Me dejo atrapar por un sueño profundo y puedo sentir el escozor que provoca la polvareda en mis ojos, la polvareda de un campamento de soldados de guerra.
El polvo de tierra que levantaban los soldados con sus bastas botas sumergía el campamento en una ligera neblina. Leonor sentía el impulso incontrolable de entrecerrar los ojos una y otra vez debido al escozor que le provocaba la arenilla que flotaba en el ambiente. Aferraba con firmeza las asas de la olla de puchero mientras caminaba con cierta cautela para no tropezar con los pedruscos del camino. Bajo el hábito su pecho se agitaba arriba y abajo debido a la proximidad de su caballero, mientras sus mejillas se teñían de un intenso color bermejo.
Como cada día desde hacía tres meses ya, él le acercaría su cuenco llegado su turno y ella le serviría la comida sin desviar la mirada del cucharón, como mandaba la modestia de su posición. Las mejores ocasiones se producían cuando al devolvérselo, él rozaba sin pudor sus dedos. La primera vez que sintió su tacto, quedó tan impactada que reaccionó instintivamente dejando escapar el recipiente de sus manos, cayendo este a sus pies y derramándose toda la comida por la tierra. Los hombres de la mesa contuvieron divertidos y a duras penas sus risas cómplices pero a ella esta imprudencia
le costó un día de ayuno, pues la madre superiora era de la opinión de que “el que echa por tierra el alimento del señor no es merecedor de él”.
Hoy los soldados andaban agitados fuera de sus tiendas, el calor de julio era sofocante y el transcurrir de los días sin presentar batalla era de por sí un hecho agotador para unos hombres que habían viajado desde los rincones más alejados del mundo conocido, alentados por la promesa del jugoso botín de la ciudad de Balansiya. Aquellos soldados espartanos, que crecían en número semana tras semana, andaban inquietos por el desasosiego que les causaba la inactividad y la espera. El asedio a la ciudad se estaba llevando a cabo mediante la conquista de las distintas fortalezas, torres y pueblos que la rodeaban, cortando así sus suministros de alimento y debilitando a sus moradores, pero esta guerra psicológica no daba lugar al despliegue de ferocidad que había caracterizado otras batallas en nombre de la fe.
Dentro de la orden femenina todas las plegarias de las misas iban dirigidas a la iluminación y salvación del rey Don Jaime I, gran señor que había venido a santificar estas tierras costeras. Doña Violante de Hungría, su devota y fiel esposa, hospedada junto a su séquito de gentiles damas en el interior del convento, se arrodillaba ante el Cristo de la capilla principal durante horas y vertía lágrimas implorando por la victoria de su esposo.
Esposa y esposo. Leonor suspiraba pronunciando estas palabras. Desde la primera vez que la mano de Alonso del Cano rozó la suya había experimentado la imperiosa necesidad de ser esposa. Cuando divagaba sobre ello encontrándose a salvo en la soledad de su celda y la negra noche la envolvía con un manto de soledad y anhelo, sentía una calidez que no sabía expresar.
Pero ese día polvoriento de mediados de julio el cuenco que el objeto de sus desvelos le tendía no estaba vacío. En el fondo Leonor logró identificar un pedacito de tela blanca. Sin realizar ningún tipo de aspaviento que los delatase cogió la muestra discretamente y la colocó en el interior del puño de la manga de su atavío. ¡Un trocito del bajo de su faldón!, su caballero de ojos penetrantes había profanado la vestimenta de su Orden del Temple para obsequiarla con una reliquia de amor inconfesable que a partir de entonces ella conservaría en contacto con su piel, bajo las capas de tela de su atuendo.
Esa noche, en el íntimo refugio de su catre, su corazón desbocado no le permitía conciliar el sueño. Presionaba el diminuto rectángulo de tela contra su agitado pecho con ferviente devoción mientras buscaba una y otra vez la manera de corresponder tamaño gesto. Había llegado a la determinación de hacerle obsequio a aquel buen señor de un mechón de pelo propio envuelto en uno de sus pañuelos blancos con sus iniciales bordadas, pero cuanto más lo pensaba, más resolvía por imposible una tarea que habría de llevar a cabo ante demasiados ojos testimoniales, entre ellos los de la estricta madre superiora que de seguro la mantendría una semana en escasez de alimentos y duros trabajos en la cocina y el huerto para purgar su lascivia.
Siendo presa de la ansiedad, Leonor se aventuró a salir de su celda en busca de consuelo divino y sin proferir sonido alguno más que el del leve crujir de la puerta de madera, se dirigió a hurtadillas a la capilla mayor, descalza como iba, con su larga camisola de dormir y el cabello castaño suelto sobre los hombros, convirtiéndose en una apariencia espectral que se deslizaba sigilosa por los oscuros corredores del convento bien entrada la madrugada.
La figura del Cristo crucificado la miraba desde lo alto con ojos implorantes y misericordiosos. La luz de la luna se colaba por los vanos ovalados del muro inundando la capilla con su brillante resplandor, pero aun así la joven novicia encendió la llama de un fino cirio rojo y lo sostuvo entre sus manos mientras de rodillas clamaba al salvador, rogándole que le aquietara el alma y calmara su corazón. Cuando llevada por un impulso absurdo posó el retazo de tela que era su reliquia sobre su lengua y sintió su aspereza dentro de la boca, docenas de lágrimas rodaron por sus mejillas, lo que desembocó en un torrente imparable de desdicha aderezado con una retahíla apenas audible de lamentos quejumbrosos.
- ¿ Por qué una novicia que va a consagrar su vida al altísimo se lamenta como una novia abandonada?.
Leonor sintió como se helaba la sangre en sus venas y sin apenas moverse alzó lentamente la mirada como un pequeño animal enjaulado. Una señora, una gran dama de delicado rostro, ataviada con un fino camisón bordado en hilo dorado y primoroso encaje, la miraba condescendiente y afable de pie a su lado. Su cabello suelto brillaba sedoso bajo los contrastes lumínicos que provocaba la llama oscilante de la vela. Doña Violante de Aragón mantenía las manos entrelazadas a modo de plegaria y el gesto ligeramente fruncido.
- Gran señora – Acertó a balbucear entrecortadamente mientras se dejaba caer a sus pies sin dejar de llorar. – Solo quiero mostrarle a un noble caballero mi devoción y respeto ante la encomiable causa que está llevando a cabo junto al rey Don Jaime I, vuestro esposo, de liberar a la ciudad del rey Zayan, el Infiel. Solo quisiera ofrendarle un mechón de mi pelo para insuflarle coraje y valor. Sé que lo agradecerá.
Conmovida ante las sinceras lágrimas de aquella niña, la mujer de corazón generoso alzó su mirada hacia el Cristo del altar.
- Hablamos de amores profanos en un templo sagrado – suspiró – aunque en tiempo de guerra amores amores son. No te angusties – le susurró mientras le acariciaba el pelo-. Yo le haré llegar tu ofrenda.
Despierto con el sabor salado de las lágrimas inundando mi boca. He soñado con los desvelos amorosos de la protagonista de mi relato. Aun no sé cómo se resolverá su idilio platónico con el templario.
Hoy es lunes, día de mercadillo en las calles contiguas a la iglesia de San Valero, y la algarabía y agitación trepan hasta la ventana de mi habitación. Me preparo un gran tazón de leche con chocolate y me acomodo en la butaca de la terraza mientras bebo lentamente, a pequeños tragos, observando el trasiego de la gente allá abajo, inspeccionando la mercancía expuesta en cada parada, valorando meticulosamente cada prenda del montón de ropa, cada útil de cocina, cada baratija de tosca bisutería. Las gitanas, con moños altos y delantales negros anudados a la cintura, vociferan sin descanso: ¡maya de cabeza de ajos a un euro!, ¡cremitas divinas para el cutis!, mientras las señoras sexagenarias del barrio de toda la vida, las esquivan torpemente con sus carritos de la compra de camino al mercado, donde acuden a abastecerse de los productos frescos del día. Sonrío. Me parece que hoy el barrio está de buen humor.
Ya por la tarde decido bajar a la calle. Manuel no volverá a casa hasta la hora de la cena y ahora que estoy ya de baja debido a mi avanzado estado de gestación, divido mi tiempo entre la escritura, largos paseos recomendados por la matrona y breves incursiones en la inconsciencia del sueño cada pocas horas, ya que el embarazo me provoca un continuo vaivén entre esta realidad y la otra, aquella en la que los personajes de mis cuentos parecen de carne y hueso.
Enfilo por la calle Buenos Aires hacia donde antes se encontraba La Kasbah. La tetería mora se convirtió en mi rincón preferido de Ruzafa hace ya mucho tiempo. Echo de menos este lugar que ahora permanece cerrado. Adoraba refugiarme bajo su estructura abovedada y descalzarme sobre las tupidas alfombras, reclinarme cómodamente sobre los mullidos cojines, mientras el olor a incienso me envolvía y la música instrumental de flautas y timbales me transportaba a una ensoñación de luminosos palacios orientales vestidos con vaporosos cortinajes y ricos tapices, donde las bailarinas de vientre sinuoso y generosas caderas, encandilaban a los hombres con miradas profundas perfiladas con kohl.
Rashid, el muchacho enjuto de cejas pobladas que llevaba el local, me sonreía afectuosamente cada vez que me veía entrar con mis libros de poesía bajo el brazo. Me encantaba leer a autores como Ibn al-zaqqaq o Ar-rusaft dentro de ese entorno, rodeada de murales multiformes de arabescos entrelazados y cachimbas de cristales de colores, mientras el contenido de la tetera se vaciaba con parsimonia ritual en mi vaso.
A lo lejos, el repiqueteo de las campanas de la iglesia me hace volver sobre mis pasos, hace tiempo que no la visito y es un lugar deslumbrante por su belleza. Por la acera de enfrente caminan dos mujeres jóvenes que parecen de origen marroquí, ambas cubiertas por su tradicional caftán, de pies a cabeza, en tonos pasteles. Las miro discretamente y pienso que deben tener calor en pleno Agosto, pero entonces otras dos mujeres de mediana edad y vestidas con hábitos negros aún más gruesos y sus cofias, aparecen frente a ellas tras doblar una esquina y las cruzan dejándolas atrás. Las religiosas caminan apresuradas hacia San Valero. Vaya – pienso- esto si que es curioso.
Llego a la iglesia varios minutos después que ellas – no creo que les pese la barriga como a mí – y me siento en uno de los bancos del final de la nave. Cuando levanto la vista me sorprendo al ver que el oficiante de la misa de hoy es un joven chino. Río divertida para mis adentros. Hijo mío, esto no te lo puedes perder. Este barrio es digno de ver.
Ese día de finales de Septiembre había amanecido radiante. El monasterio palpitaba de expectación ante la buena nueva y las monjas se afanaban en finalizar sus quehaceres diarios con la mayor premura. Al mediodía las campanas de la capilla clamaban la victoria del rey Don Jaime I de Aragón con un tañido enérgico y jovial. El rey moro Zayyan se había rendido después de cinco meses sin derramamiento de sangre, cediendo así el dominio de la ciudad.
El gentío se agolpaba a las afueras del monasterio, soldados y personas del pueblo llano, que habían abrazado la fe cristiana con una manifiesta cautela y discreción, se mostraban llenos de gozo y fervor ante el desenlace de los acontecimientos. Los soldados vociferaban vítores golpeando sus escudos con el filo de las espadas mientras algunos campesinos se santiguaban con fervor religioso.
Aprovechando la inusual falta de control, Leonor se escabulló sigilosamente, separándose de la congregación de hermanas y llegando a alcanzar el portón principal del convento. Una vez fuera le sorprendió la muchedumbre congregada. Había escuchado a la madre superiora decir que los soldados ya habían levantado el campamento y la urgencia de poder encontrar a Alonso del Cano antes de su partida definitiva había hecho presa de su ánimo. Se abrió paso con dificultad, siendo sacudida por la marabunta en varias ocasiones. En cuanto pudo desasirse de la marea de gente echó a correr hacía donde antes se habían ubicado las tiendas. Aquí y allá el terreno se mostraba desolado, piquetes olvidados, herraduras gastadas... Los pocos soldados que aun quedaban ensillaban sus caballos asegurando sus hatillos de escasas pertenencias con correas.
Llegó sin resuello al punto donde había estado emplazada la tienda real, junto a la de sus consejeros y caballeros de la orden. El lugar estaba vacío a excepción de un gran pedrusco grisáceo. Quedó inmóvil con la mirada fija en aquella piedra solitaria, sintiendo como el desaliento y el peso de la soledad se cernían sobre ella. Emprendió el camino de regreso con gran desazón.
De pronto se detuvo en seco. ¿Y si…?. Se dio la vuelta y corrió lo más rápido que pudo hacia la piedra. Primero intentó apartarla con el pie, pero resultó demasiado pesada y solo cedió cuando de cuclillas la empujó con las dos manos. Allí estaba la carta.
Bienaventurada señora:
Puede tener por seguro que jamás olvidaré la gracia y bondades de su persona. Señora tan modesta y gentil nunca antes había llenado mi corazón. Y aunque nuestras almas siempre permanecerán entrelazadas, nuestras voluntades seguirán consagradas al altísimo, lo que no ha lugar a un amor terrenal dentro de nuestras órdenes. El recuerdo de su imagen acompañará por siempre mis desvelos e insuflará alegría a mi vida.
Eternamente agradecido
AdC
Una semana después, el nueve de octubre, el rey Don Jaime I, el Conquistador, cruzaría las murallas de manera triunfal a lomos de un espectacular caballo blanco para celebrar la entrega simbólica de las llaves de la ciudad. Lo que el destronado rey Zayyan le pidió con gran dignidad a su sucesor fue lo siguiente:
“En la ciudad de Valencia conviven musulmanes, gente noble de mi pueblo, junto a cristianos y judíos. Espero que sepa gobernarlos para que continúen viviendo en la misma armonía y para que trabajen esta noble tierra conjuntamente”.
Y así fue durante mucho tiempo.
Hoy, durante mi paseo, he visto muchas embarazadas por el barrio, lo que supone una llama de esperanza dentro del periodo de sombras que nos ha tocado vivir. Españolas, musulmanas, orientales… todas se mostraban orgullosas de lucir su vientre lleno. Y esos niños crecerán juntos fomentando una convivencia multirracial que fue en otros tiempos, hace cientos de años, y sigue siendo, seña de identidad del barrio de Ruzafa.
- ¿Ya has acabado tu cuento? – me pregunta Manuel.
- Así es - le sonrío.
- ¿Otra vez vivimos una historia de amor imposible en otra vida?.
- ¡Por supuesto! –respondo divertida-. Al niño le va a gustar. Esta es diferente de la de la sirena y el marinero.
Mi marido me atrae hacia sí y me abraza.
- ¡Pues me alegro de que por fin en esta vida hayamos podido estar juntos, ojitos de mora!, ha merecido la pena esperar.
Y así abrazados despedimos el día, y siento que somos como dos pequeños brillantes engarzados en un mosaico infinito de piedras preciosas, a cada cual más bella en su singularidad.